Reflexiones de un jurista sobre la tempestad en un vaso de agua
En mi anterior entrega hice una amplia exposición sobre el tema que me ocupa y hoy la termino con especial incidencia en el pretexto que desencadenó la que he calificado de tormenta en un vaso de agua.
La separación de la Iglesia del Estado es cuestión de antes de ayer que no puede afectar a las situaciones consolidadas; y no podemos bucear en la historia con los ojos de hoy ni la evolución de los hechos jurídicos pueden dar lugar a mutaciones que pueden llegar al debate, jugoso pero inútil, de si la Mezquita cordobesa debe corresponder al Ayuntamiento, a la Diputación, a la Junta de Andalucía o al propio Estado. Desde Abderramán III hasta el Papa Francisco o el rey Felipe podrían estar carcajeándose con tamaños dislates.
En estas estábamos cuando apareció en nuestro país y en el occidente europeo el Registro de la Propiedad, que es una institución cautelar para dar certeza y publicidad a lo que ya existe y que no constituye ni puede ser base nunca del derecho de propiedad. Ni el sistema registral es universal, ni todas las propiedades están inscritas ni existe la obligación de inscribirlas sino que, simplemente, quien acredita ser propietario de un bien y lo inmatricula, inscribe o hace constar en el Registro recibe a partir de ese momento una publicidad formal y le evita de cualquier otra prueba o demostración del dominio.
Nuestro sistema hipotecario ni es obligatorio, ni universal, ni constitutivo. Es más, en sus albores, los bienes públicos y los de la Iglesia católica no tenían por qué estar inscritos porque, era público y notorio quien era su dueño, como más arriba hemos visto; eran cosas fuera del comercio de los hombres, no se podían comprar ni vender de cualquier manera ni mucho menos hipotecar, que fue la razón primitiva de la existencia del Registro, entre particulares, para facilitar el crédito territorial y el tráfico de inmuebles.
Andando el tiempo se ha permitido el acceso de bienes públicos, que la Iglesia y el Estado pudieran inmatricular bienes pero, incluso en este caso, los templos y los bienes de dominio público –calles, plazas, edificios históricos- estaban exceptuados de inscripción por la notoriedad de la condición de los mismos, como he indicado.
En 1998 una reforma del Reglamento Hipotecario (ni siquiera fue la Ley) lo que hizo fue permitir la inscripción de bienes de la Iglesia y del Estado y facilitar dicho trámite, precisamente por considerar discriminatorio y posiblemente inconstitucional privar a tales entes (Estado e Iglesia) de los beneficios de la inscripción, estableciendo un procedimiento abreviado de inmatriculación en razón de la notoriedad de tales inmuebles cuyo dominio era indiscutido.
La Iglesia -no me atrevo a opinar si con acierto o no- procedió entonces a inmatricular muchos de sus bienes, haciendo uso de la prevención establecida; con ello no ha modificado un ápice su situación de dueña, sino que a partir de la inmatriculación su anterior dominio notorio e indiscutible ahora consta en un registro público, ni más ni menos.
Que la Iglesia católica haya inscrito en el Registro de la Propiedad todos o parte de sus bienes nada tiene que ver con el dominio, que necesariamente es previo, puesto que, según dispone el artículo 7 de la Ley Hipotecaria, “la primera inscripción de cada finca en el Registro de la Propiedad será de dominio”, sin el cual no cabe ni inmatriculación ni inscripciones sucesivas.
La Iglesia no se apropió de bienes que no le correspondían al inmatricularlos sino que, como más arriba se ha venido examinando, los bienes eran de propiedad de la Iglesia durante largo tiempo, habiéndolos adquirido con buena fe y justo título. El Registro, a partir de la inmatriculación, no modifica el dominio ni le atribuye ninguna otra condición prerrogativa o derecho, simplemente publica lo que consta en sus libros y establece la presunción de veracidad de lo que en aquellos consta, admitiéndose pruebas en contrario.
Por tanto, no es que la Iglesia se haya aprovechado de una norma para adquirir nada sino que utilizó los recursos que la ley le otorgaba para constatar una realidad extraregistral indiscutible y sostenida a lo largo del tiempo.
Hasta aquí toda la realidad histórica y jurídica sobre las propiedades de la Iglesia, que no son de ayer y que solo un movimiento interesado para desviar la atención de problemas más importantes ha podido traer a la actualidad. La Iglesia, como cualquier otra persona física o jurídica, a lo largo de su vida –y veinte siglos dan para mucho- ha ido adquiriendo y disponiendo de sus bienes -no solo los ha recibido por donación, en su inmensa mayoría de fieles cristianos y en otras de poderes públicos- sino que también para el desarrollo de su actividad ha enajenado algunos bienes, vendiéndolos o cediéndolos, que hoy están en el patrimonio público o de otras personas o sociedades.
Hubo un punto de inflexión al que antes me he referido, las leyes laicistas y desamortizadoras del siglo XIX, que constituyen un dato más, pero ni justifican ni legitiman otros tipos de actuaciones.
Prueba evidente de que estamos ante una tempestad en un vaso de agua es que el debate solo se viene alimentando de argumentos ideologizados, lejanos de la Historia y del Derecho, y el mejor ejemplo es el llamado “Informe Federico Mayor”, elaborado por un equipo multidisciplinar de supuestos expertos cazados a lazo que solo arroja conclusiones ideológicas y viene siendo desautorizado por historiadores y juristas. Las cosas son como son y no como interesadamente se quieren exponer, por ello frente a tanto barullo desordenado me quedo con el comentario autorizado de un portavoz de la Conferencia Episcopal con dos ideas clave: “el proceso de inmatriculación no es en ningún caso un mecanismo de adquisición de la propiedad”, verdad incontrovertible para cualquier jurista, y “la Iglesia tiene una confianza infinita en la Justicia española”. Y díganme quién mejor que la propia Iglesia para hablar del concepto de infinitud.
Foto: Sede de los Registradores de la Propiedad de Madrid.