Por MARI ÁNGELES SOLÍS DEL RÍO / Cuando cerraba los ojos veía paisajes con niebla en los que se le antojaba haber vivido alguna vez. Sus recuerdos manoseaban el calendario intentando encajar en el tiempo aquellos momentos soñados, pero no era posible. Simplemente, se engañaba. Claudia se equivocaba. Acaso, sentir que había perdido sus alas, la obligaba a encerrarse en un mundo aparte, sólo suyo, fuera de toda realidad.
A Claudia le gustaba hacer suyo el otoño, adentrarse en él, poseerlo… como si cada hoja caída fuese un jirón de su alma. Como si cada hoja seca formase parte de las páginas que nunca escribió.
Hacía años que había renunciado a escribir. Las reglas de una sociedad decadente la encasillaron en una vida vulgar. O, tal vez no…Lo que para otros era normal, para ella era vulgar. Y ahora se encontraba encerrada en una cárcel, de oro… pero cárcel, al fin y al cabo.
Recordaba cuando todas sus amigas, plenas de juventud, se fijaban en hombres jóvenes. En cambio, ella no. Hasta para eso era la «rara» del grupo. A ella le gustaban los hombres de más edad, no «viejos» como se burlaban sus amigas. A Claudia le importaba poco el físico de los hombres, era su inteligencia lo que la atraía. Eso hizo que su matrimonio fuera distinto, puede que algo aburrido, pero especial.
Claudia prefería un marido que, cuando desviaba su vista, lo hacía para adentrarse entre las páginas de un libro, naufragar entre sus historias o mantener con ella largas conversaciones sobre arte.
Salía poco, al principio no le hizo falta… aunque el tiempo fue cicatrizando su soledad.
Su antigua pasión por escribir la llevó a vivir en sí misma las historias que imaginaba pero que sentía que era incapaz de plasmar en un papel.
Por eso se escapaba. Por eso salía noche tras noche, sola, intentando encontrar alguna luz. Andaba y andaba por las calles antiguas, embriagándose del olor a añejo que deja el pasado en las piedras húmedas de escarcha. Le gustaba sentarse en las plazoletas solitarias, en sus bancos inermes, mientras se fumaba un cigarrillo mirando cómo vacilaba la luz en los faroles. Su corazón palpitaba como quien espera la muerte. Sentía el frío en su cuerpo mientras se imaginaba que podía ser la última vez. Cuando salía de casa, observando la indiferencia de su marido, venía a su mente el mismo pensamiento: «puede ser el último paseo». Aquella escena se repetía día tras día, y en las noches se sentía libre callejeando, soñando con encontrar la luz.
Aquella noche, el otoño empezaba a decir adiós. Un viento frío azotó las persianas anunciando el frio invierno. En una esquina del salón, su marido, como siempre, absorto en un libro. «Me voy», dijo Claudia. Pero él no respondió. Ni siquiera alzó sus ojos para verla salir. Caminó por las calles vacías. Su sombra la perseguía e intentaba engañarla en una confabulación absurda con los faroles de luz mortecina. Aquella noche no tenía ganas de juegos. Llegó a la plazoleta donde le gustaba sentir la oscuridad. Sentada en uno de los bancos de piedra, encendió un cigarro y vio cómo el humo formaba una pequeña nube ilusoria que la transportó, nuevamente, a aquellos paisajes con niebla. Y, entonces, oyó un correteo y unas risas. Desde la esquina, una niña la miraba de una forma inquietante.
-¿Qué haces ahí? -gritó Claudia.
-Nada… he visto que estabas triste y no sabía cómo acercarme.
-¿Cómo te llamas?
La risa de la niña volvió a llenar la plaza, de un modo persistente. Era una risa de felicidad, de alguien que no tiene preocupaciones, la risa de alguien libre.
-Anda, ven y dime cómo te llamas.
-No importa -dijo la niña -lo importante es que pueda darte algo.
-¿Algo?, ¿el qué? -preguntó Claudia confundida.
El silencio se hizo dueño de aquel instante. Claudia miró a la niña. Llevaba pantalones vaqueros y zapatillas de deporte desgastadas. Se abrigaba con un plumón donde intentaba esconder su cabecita para resguardarse del frío y bajaba su barbilla para que el viento helado no rozase su cara. Le recordaba a alguien, sobre todo, ese gesto de esconder la cara. Sí, ella misma, de niña, solía hacerlo… había algo en aquella niña.
-Mira, llevas un cordón desatado. ¿Cómo es que a estas horas no estás en tu casa?
-Es que me gusta saltar por los adoquines de las calles y se me desatan.
-¿Y por qué no estás en tu casa?
-¿Por qué no estás tú en la tuya? -respondió la niña de un modo que a Claudia le pareció absolutamente insolente. Pero se armó de paciencia y continuó la conversación.
-Me gusta ver anochecer paseando por estas viejas calles. Cuando me siento en esta plaza triste, una nostalgia extraña se apodera de mí.
-Pero esta plaza no es triste. Aquí la única triste eres tú -aseveró la niña, sin mirarla a la cara, mientras hacía rayas con el pie en el suelo.
-Todavía no me has dicho cómo te llamas -volvió a insistir Claudia.
-¿Cómo habrías querido tú llamarte?
-¿Y eso qué importa ahora? -dijo Claudia sorprendida.
-Mucho…porque el nombre por el que quieras que se te reconozca será el que traslade lo que hay en tu interior.
Claudia empezó a sentirse molesta en aquel diálogo con la niña desconocida. Ella se sentía vacía y atrapada en su presente. Mientras que esa extraña presencia la colocaba en el lugar exacto de su vida, ese en que tuvo la posibilidad de elegir, elegir un camino, su camino.
-Me voy -dijo la niña a la vez que Claudia la sujetaba del brazo para impedirlo.
-Antes has dicho que podías darme algo, ¿a qué te referías? -pero apenas pudo terminar su pregunta.
La niña soltó su brazo de la mano de Claudia y empezó a correr. Entonces, se detuvo y ahora sí que la miró a los ojos.
-Ahora ya sé lo que puedo darte.
-¿Te espera alguien en casa?, ¿están allí tus padres? -le preguntó Claudia.
-Siempre hay alguien que nos espera, aunque no lo queramos admitir.
Claudia sintió cómo esa frase se colaba en lo más profundo de su alma. La niña siguió alejándose, pero, al llegar a la esquina de las risas se volvió y le dijo: «No te olvides de escribir esto»
¿Qué había querido decir aquella niña?, ¿Qué es lo que podía darle? Esa noche, cuando regresó a casa, un nerviosismo extraño se apoderó de ella. No pudo dormir. Daba vueltas y vueltas en la cama, las palabras de la niña retumbaban en sus oídos. Y, algo aún peor, aquella niña le recordaba a alguien… sí, le recordaba a ella misma, cuando tenía su edad.
Estuvo todo el día ansiosa porque llegara la noche, necesitaba volver a la plaza y reencontrarse con lo que estaba empezando a considerar un fantasma del pasado. Quería saber la verdad, ¿Cómo sabía aquella pequeña su anhelo de escribir?, ¿Qué era ese «algo» que podía darle?
La noche empezó a caer sobre la ciudad y Claudia apresuró sus pasos hacia la plaza. Tenía que encontrar a la niña, tenía la certeza de que la pequeña volvería. Había una conversación pendiente entre ambas.
El frío se colaba por todos los rincones y metía su barbilla en el cuello del chaquetón para que el viento helado no le impidiese respirar. Ya en la plaza, se dirigió hacia el banco donde siempre se sentaba para esperar a la niña pero, aquella noche, el banco ya estaba ocupado. Una anciana de cabellos blancos se había sentado en él. Claudia se acercó delicadamente y le preguntó:
-Perdone, ¿ha visto por aquí a una niña?
-En esta vida has de aprender algo, mujer: si buscas algo, es que no es para ti. Sin embargo, aquello que llega sin esperar y se acopla en tu vida será lo que realmente te pertenezca. No se trata de buscar, sino de encontrar. El valor está en lo que te encuentras en tu camino, no en lo que buscas.
Claudia permanecía callada, escuchando a la anciana que miraba hacia el suelo observando la luz mortecina de los faroles.
-Señora -dijo Claudia, rodeando con su brazo el cuerpo de la anciana -va a coger frío sentada aquí.
Ni siquiera entonces la anciana levantó la mirada para observarla. Se dejaba abrazar por Claudia que estaba preocupada porque no cogiera frio a esas horas de la noche.
Escuchó un suspiro brotando de los labios de la anciana, una palabra ininteligible que ella creyó escuchar en esos labios consumidos por la vejez, su nombre. Creyó escuchar «Claudia», mientras su mano sentía la tentación de acariciar aquel rostro lleno de arrugas. La tenue luz de los faroles agonizó, dejando la plaza a oscuras.
Claudia sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo. La anciana, se levantó del banco con cierta dificultad agarrándose a un bastón. Ni aún entonces la miraba.
-Voy despacio a casa… allí me esperan. Igual que a ti -dijo, dirigiéndose hacia la bocacalle por la que, el día antes, se oían las risas de la niña.
-Señora, tenga cuidado, apenas se ve, no hay luz -dijo, con cierto nerviosismo, Claudia.
-No hija, no hay problema. Si no hay luz, tampoco hay sombras que te confundan. Así podemos ver las cosas con más claridad.
Alzó la mirada para despedirse de Claudia. Entonces los vio, vio aquellos ojos que le recordaron aquellos paisajes con niebla en los que se le antojaba haber vivido alguna vez. Y tembló.
Parada en medio de la plaza, paralizada por el frío y por lo que había ocurrido, observó como la anciana se alejaba, se volvía lentamente y le decía: «No te olvides de escribir esto»
Durante unos minutos creyó que todo lo había soñado, lo de esa noche y lo de la noche anterior. La niña y la anciana se habían despedido de ella con la misma frase. «No te olvides de escribir esto». Un extraño impulso la hizo regresar a casa, corriendo, casi sin aliento…
Cuando llegó a su hogar, no lo pensó dos veces. Mientras escuchaba la voz de su marido decirle: «me alegro que estés aquí, ya te esperaba…», ella abría el ordenador y escribía sin parar. Pasada media hora, sintió el aliento de su compañero que había leído todo lo que había escrito hasta el momento. «Es precioso, Claudia. Es muy bueno». Claudia sonrió y acercándose despacio a él, le dijo:
-¿Qué título pongo?
-Sin duda alguna, esa historia ya tiene nombre, es «El cuento de Claudia».
Escribió el título en el encabezado, se sentaron en el sofá y se abrazaron… Claudia cerró los ojos y en ese momento vio con toda nitidez aquellos paisajes con niebla en los que se le antojaba haber vivido alguna vez. Sólo que, ahora, lo hacía después de escribir en su cuento todo lo que había marcado su alma. Se abrazó a su amor, aquel amor que siempre había dado color a sus alas, aquel amor que… ¡siempre la esperaba!