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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / Cinco  de marzo de 1972. Era una tarde serena, pues pasados los “fríos de la Cabra, o de la Vieja”, ya planeaban en vuelo manso, desde un Veleta rosa y plata, tibios pregones celestes que presentían la primavera en lontananza. Una Granada entrañable, seductora, era el marco idóneo para cualquier historia apasionada.

Aquella tarde me acicalé como nunca en mi piso de estudiante. Pedí prestada una cazadora de ante que me estaba rabicorta, por supuesto, amén de unas gafas de sol Ray-Ban cuyas patillas casi no podía encajar en las  orejas, al no adaptarse con precisión a mi cráneo. Froté a conciencia en el lavabo un lamparón descubierto a última hora en unos pantalones, supuestamente impolutos, para dejarlos secar apresuradamente sobre el radiador de la calefacción. Por la mañana había comprado crema para lustrar a conciencia los  zapatos negros que calzaba en las grandes ocasiones, académicas o festivas, y pasé largo tiempo ante el espejo para intentar elegir la que me pareció más adecuada estética de mi peinado, de por sí díscolo y rebelde, como era yo mismo, en la época.

La causa de todos aquellos desvelos corporales era una cartagenera con talle de junco ribereño, pómulos marcados, ojos pastel de miel, rostro atezado y larga cabellera, color noche sin luna, hasta la cintura, que me había trastornado el cerebelo en los últimos tiempos. Estudiaba interna enfermería en la residencia del Hospital Clínico y yo vivía más abajo en la misma calle Doctor Olóriz, cerca de la Plaza de Toros y del antiguo estadio  de los Cármenes. Le había propuesto salir un día.

La grácil nereida, a la que habíamos conocido en el bar Hilton —donde las futuras sanitarias pasaban sus escasos ratos libres a la caída de la tarde— todos cuantos habitábamos los pisos de estudiantes situados enfrente  —regentados por la simpar doña Pepa—, en el edificio en cuyos bajos se aposentaba la cafetería Solynieve, lugar de encuentro y reunión cotidiano, de aperitivos varios, cerveza o zumo de tomate de lata —estaba de moda entonces tal satánico mejunje—, de café, risas y chanzas, de juegos en la máquinas recreativas luchando con ahínco  por conseguir partidas gratis amenizado el momento  por los sones de la sinfonola que, por unas monedillas rendían culto a los Beatles, Rolling Stones, Nat King Cole o Gilbert O`Sullivan, pero también al Oye como va de Santana, o la Samaritana de Patxi Andión. Nuestra patrona era un ser de otra galaxia: agitada, intransigente a veces, cercana otras, de reacciones histéricas en plena faena, sobre todo sirviendo las comidas que nos preparaba —sustanciosas  y abundantes por otra parte como buena cocinera y persona generosa que era—, incansable, locuaz, vocinglera tenaz, pero muy comprensiva con todos nosotros pese a los evidentes trastornos de todo tipo que en las ocasiones le proporcionaban aquellos truchimanes estudiantiles que habitábamos en dos pisos situados en las planta tercera y quinta del edificio.  

Tere, que así se llamaba la protagonista de esta memoria viva,  había salido un tiempo con mi compañero de habitación y amigo predilecto de aquellos días, Toño, un alicantino estudiante de Medicina, vivaz, inteligente, intuitivo, de gran y aristocrático sentido del humor, amante de la Fórmula 1, el Brown sugar cantado por Mick Jagger, las croquetas de Buitrago, la concha fina malagueña tomada cruda con unas gotas de limón, y los helados de su tierra marinera. Tenía ojos vivos y nostálgicos de Omar Shariff, pelo azabache repeinado hacia atrás, fumador de cigarrillos en boquilla de carey. Embozado en su chaquetón marrón de piel vuelta con solapas blancas de piel de borrego  caminaba con pasos lentos y medidos  de latín lover. Estudiaba Medicina como casi todos los que compartíamos aquellas viviendas estudiantiles: lorquinos, canarios, almerienses, malagueños y jaeneros.

LA PRIMERA CITA

Pues con una facha más propia de una mezcla alícuota de un Glenn Ford jaenero de andar por casa —jugador de billar en los bajos del Darymelia—, y de Guillermo el proscrito, acudí a la cita con contoneo de caderas descolgadas a lo John Wayne, corazón acelerado y una enorme incomodidad corporal por la tenaz opresión de la cazadora tomada a préstamo, con bastante reticencia de su dueño, que quizá le hubiera venido mejor a uno de los blancaníveos  acompañantes del Bombero Torero que a mí.

El amor siempre cursa un canon parecido. Fueron horas mistéricas, densas, pero livianas, volátiles, y además profundas y clarividentes, donde danzaba un tiempo dislocado; igualmente contraído que dilatado. Se me hizo eterno aquel periplo urbano, y al mismo tiempo todo sucedió en un segundo. Corazón enloquecido en su ritmo, pupilas de búho real. Torrenciales descargas de dopamina, serotonina y endorfina inundaron las arterias produciendo vértigos inexpresables. Conversación inacabable, creo que lo dije todo, yo de por sí tan hablador en tantas ocasiones, pero lo hice a velocidad astral; no la dejé casi expresarse. Fue todo como una lúcida alucinación.

El amor es una atracción natural, insoluble, imposible de definir. Decía Ortega, nuestro insigne filósofo que: la influencia de la mujer es atmosférica y, por lo mismo, ubicua e invisible. No hay manera de prevenirla y evitarla. Penetra por los intersticios de la cautela y va actuando sobre el hombre amado como el clima sobre el vegetal. Pienso que es un mecanismo natural para evitar la  extinción de la especie. No hay manera de defenderse de tal vértigo de los sentidos, de tal danza trepidante y desbocada de sensaciones y presagios. Es como una sesión de ácido lisérgico oyendo Lucy in the sky with diamonds. En esos momentos vives a una velocidad diferente al resto de la existencia. Oyes campanas de gloria en cada segundo, inundas el ser con aromas de mirra, flor de tilo cinamomo, rosas, azafrán, canela y alholva, como expresaba la vieja Leena en la chispeante comedia de Plauto. Te vuelves increíblemente insomne —porque eso es estar despierto; la vida habitual es de ordinario un sueño—, intuitivo, certero, conocedor de todos los arcanos, nigromante, cabalista, oráculo de Delfos, dominador del Tiempo. Pero, como contrapartida oxida, desgasta, consume, agota… Porque el amor carcome cuerpo y espíritu con sus glorias inauditas y sus infiernos tenebrosos, con sus altibajos emocionales. Tiene muchas debilidades y muchas fases: ultrajes, celos, sospechas, riñas, treguas y de nuevo la paz…, como describía Terencio, el comediógrafo latino, en su comedia Eunuco. Un amor que se perpetuara en el tiempo produciría una enorme caquexia de cuerpo y espíritu, quizá una muerte temprana, por eso se amortigua en pocas fechas, lo contrario sería letal para el organismo desde el punto de vista biológico. Decía Stendhal que una gran pasión no dura más allá de dos o tres años, y tal cifra me parece excesiva. Después, mediante la paciente alquimia de los años, se transforma, se ajusta  y modera, se serena, se atenúa y difumina, se transmuta; se convierte en otra cosa, o en nada, eso ya depende de cada caso, de la conexión establecida entre las personas —más allá de la puntería de Cupido en el flechazo inicial—, de las circunstancias de la vida, del carácter de los enamorados, de la voluntad divina ¡qué sé yo! Lo crucial es que con el paso de los años exista cierta intimidad entre los convivientes, porque el gran fracaso de tantos y tantos matrimonios no es a la larga la falta de amor, sino la estéril ausencia de amistad y de cierta complicidad afectiva. De esta manera es luz para el camino, pues el amor no debe ser solo llama que devaste en un instante, sino candil perpetuo que alumbre la senda existencial.

OTROS TIEMPOS

El amor no es sentimiento nuevo. Ha existido a lo largo de la historia humana. Ha sido la base del acercamiento entre personas. En esta época quiere sustituirse por otros modos de relación afectiva e íntima. Son tiempos distintos, de subjetivismo, escepticismo y relativismo exacerbados; tiempos sofistas, inseguros, bastante caóticos. Por eso se ¡ensayan novedosos estilos de relaciones afectivas!. Se ha depreciado el significado del término amor. Ya se le dice a cualquier cosa. Ahora se ensaya el poliamor, algo que a mí me parece descabellado. Si es difícil querer con constancia y provecho tan solo a una persona, me imagino lo que sería a dos o tres, al mismo tiempo. Me dan escalofríos. Tarea imposible. O el LAT que son las iníciales de Living Apart Together —¿conocen mis lectores algún dicho moderno  de nuestra actual y corrompida lengua española que no proceda de un anglicismo?—. En este caso los enamorados comparten tan solo unos ratos del día, y el lecho para desahogar sus instintos en períodos cortos, para volver a su intimidad individual, de viviendas separadas, otras temporadas, o momentos elegidos, sin compromiso alguno. Es como un noviazgo de la edad madura que difícilmente puede llegar a buen puerto. O las parejas híbridas en las que uno de los miembros se contenta con ser monógamo, mientras que el otro ensaya varias relaciones a la vez con la aquiescencia de ojos ovinos del primero. O ya para qué hablar de los swinger, o los follamigos/as —¡qué bellísimo y místico término ahora en boca de muchedumbres tatuadas!—, o de tantos y tantos intentos de corromper para intentar aniquilar —¡qué ingenuos! — la llama eterna del amor y de la inefable relación que se establece entre los amantes

EL DORADO COFRE DE LA MEMORIA

Me quedo con aquella época añorada, pese a sus indudables defectos. Me quedo con los atardeceres desgarrados de un sol que se despeñaba, como una naranja llameante, por el dilatado horizonte de la vega granadina, mientras las entrañas gritaban melodías de compases inexpresables. Me quedo con aquel encuentro del cinco de marzo de dos jóvenes que intentaban dominarse, pero temblaban ante el numinoso, repetido y eterno proceso amoroso. Con aquel paseo  por el antiguo bulevar granadino de la Avenida de Calvo Sotelo, hoy de la Constitución —antes se había llamado Real de San Lázaro; posteriormente avenida Alfonso XIII; a partir de 1931, Avenida de la Segunda República. ¿Cómo se llamará mañana? —, con aquella espumosa cerveza compartida, aunque la ninfa resultó totalmente abstemia —y  lo sigue siendo hasta el día de hoy, amén de habérselo transmitido con celo a su descendencia femenina—, con aquel plato de jamón del bueno que encargué pese a mi más que menguada  economía, pero que debí atacar yo solo, pues resulta que el excelso y dulce pernil de cerdo treveleño curado en altura le gustaba tan solo lo justo, con el aroma inexpresable de una larga y sedosa cabellera, que era como galán de noche, o pasión de madreselva enredándose en mis adentros, con el vértigo abismal de unos ojos grandes y lánguidos, que me miraban escrutadores intentando hacerse una idea exacta de mi verdadera personalidad, que ni yo mismo tenía clara por aquel entonces. Me quedo con nuestra conversación, tibia y cautelosa en un principio, que más tarde fue animándose para hacerse fluida y expresiva. Me quedo con la despedida en la puerta de la Residencia de enfermeras, con la nueva cita concertada, con la última sonrisa que desencadenó una oleada de sangre bravía rompiendo en mis acantilados interiores. Con mi rápida y nerviosa carrera más tarde hacia ninguna parte, sin rosa de los vientos que orientara mi ansiedad desbordada, hasta que tomé el rumbo del pupilaje de doña Pepa, donde mis compañeros me acosaban inquiriendo detalles de lo sucedido. Me quedo con las enormes ganas que tenía de despojarme de la cazadora de ante para devolvérsela por siempre jamás a su dueño y volver a mis vestiduras consuetudinarias. Del celo con el que oculté al generoso e imprudente prestamista una mancha de vino tinto, pequeña pero visible, que había florecido en una manga confiando en que su cierta cortedad de vista le impidiera descubrirla en los próximos días. Me quedo con el cigarrillo que fumé con ansia, ya en la cama, aspirando abdominalmente hasta la última voluta, mientras rememoraba, palabra por palabra, la conversación con la terrestre hurí —aún ahora sería capaz de reproducirla—. Me quedo con los tres años de conocimiento mutuo pisando juntos todas las hojas del otoño, todos los pavimentos albaicineros, todos los charcos de lluvia donde se reflejaban nuestros torpes pasos, con aquella tarde en la Cartuja granadina de 1975, ahora hace 49 años, cuando nos casó un jesuita, primo de mi madre, que por entonces trabajaba en la Cope de Jaén. Me quedo con el nacimiento de mi hija Teresa, que nació granadina a los nueve meses menos ocho días del enlace  —ni el tenazmente anti madridista VAR hubiera podido decretar penalti—, me quedo con cuanto vino después: proyecto compartido, luces y sombras, épocas mejores y peores, como de por sí es la vida, tres hijos jaeneros más, traslado a Yayyán de la seda. Me quedo con el día a día, sol y nubes, trágicos momentos familiares, épocas de desconcierto, conocimiento mutuo, disculpa y arrepentimiento por los errores, generosidad y complicidad creciente, pese a tan distintos caracteres. Me quedo con la postal que puede verse a estas alturas de la existencia, ya en la recta final, con el proyecto que nos empeñamos saliera adelante, —ahora nadie se compromete a nada en estos temas amatorios—, con los hijos compartidos que tanto nos han unido, pero que a veces tanto pueden separar. Me quedo con aquella época, con las costumbres, valores y creencias de nuestra generación inolvidable, con nuestros aciertos y fracasos, con nuestras luces y tinieblas. Me quedo con ese proyecto de vida que los de mi quinta teníamos claro desde un principio y que ahora nos quieren hacer creer los bárbaros atilanos de esta época sofista que estábamos equivocados en todos nuestros planteamientos. Más cuando veo lo que ofrecen a cambio me da tranquilidad, pues sobre todo su lúcido proyecto vital consiste en que no exista proyecto alguno.

Decía Agustín de Hipona en sus Confesiones : Pondus meum amor meus; eo feror, quocumque feror. “Mi amor es mi peso; por él soy llevado dondequiera que voy”. Quizá sea el intento genial de la Naturaleza, amén de perpetuarnos, para hacernos salir de nosotros mismos rumbo hacia otra persona. Y según es la persona, así ama, pues manifiesta las preferencias íntimas del amante. Por eso no hay modo de definir mejor a alguien que por su forma de amar. Es un don especial, un verdadero arte distinto al deseo. Este fenece con rapidez una vez conseguido y colmado, pero el amor es el eterno insatisfecho. Aspira siempre a más.  El amante no quiere tan solo amor, quiere más, lo quiere todo; lo posible e imposible.

Ha caído la noche sobre la ciudad mistérica, puerta del universo, torrente de energía cósmica, belleza inasible, centro de poder. Las nieves de la sierra viajan en brazos del viento para hacer tiritar cuerpos y espíritus. Antes de dormir en mi cama de estudiante, colmado de sueños y presentimientos, vuelvo a recordar lo que he vivido en esas horas ingrávidas, fascinantes, inolvidables. Y pienso que algún día le haré saber algo que me ronda la mente, aún alucinada y fuera de sí: Quiero revestirte de gloria, como la cercana primavera hace con los cerezos. Hacerte florecer y revivir, y de camino revivir yo mismo a tu lado. Porque el amor es vida, despertar, renacimiento, y no se puede vivir sin amar, o sin aprender con esfuerzo a hacerlo. Sería una vida vacía. Una muerte en vida.

                                          Ramón Guixá Tobar.

Foto: Todo es posible en Granada.

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