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Por TERESA VIEDMA JURADO /

Me senté en la terraza del Café du Trocadéro. Sólo quedaba una mesa libre, pero se trataba de la mejor posicionada. Desde ella podría verla venir. Sí… porque vendría, con toda seguridad, vendría. Conocía bien mi fuerza y mi capacidad de persuasión.

Me ajusté el nudo de la corbata y saqué un cigarrillo de la pitillera que ella me había regalado. Miré la inscripción:

A Dennis con amor. Therésè.

El camarero se acercó.

—¿Un café? —inquirió ofreciéndome lumbre.

—Sí, por favor. Espresso y con doble de azúcar.

—Enseguida, señor.

El camarero entró en el establecimiento y volvió a los pocos minutos con la bandeja y el espresso que desprendía un agradable aroma a café café.

Rasgué los dos sobres de azúcar y los eché a un tiempo en la taza. Removí con la cucharilla y, mientras daba el primer sorbo, la vi, aún en la distancia, inconfundible y a la vez distinta. Su cabello de un rubio más oscuro, casi castaño. Muy diferente al cobrizo habitual. Una blusa blanca y una falda rosa palo ajustada a la cintura que le marcaba unas curvas de ensueño.

Nunca la había visto de rosa. Su color favorito es el verde. Y también el rojo. Nunca rosa. Pero ahí estaba; era ella, Therésè, única e inimitable. Y tremendamente loca por mí.

Caminaba despacio, con la mirada evasiva, como buscando algo en la calzada. ¿Qué podía ser?

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Parecía una diosa. Dulce y deliciosa. Y con los humos bajados. Domeñada al fin por su amor, por su Dennis. Por mí.

La noche anterior había jurado que no volvería a verme, pero yo, antes de dejarla con un portazo, le dije: 

—A las 11 en el Café du Trocadero. Irás y lo sabes. Siempre vas. 

Y allí estaba. Caminaba sin mirar al frente —seguramente avergonzada por su rendición—. Estaba claro que me había visto.

Therésè era una mujer moderna, de las que se dicen “libres” y discute, reivindica, se enoja. Pero, a mí…mejor me sabe la gloria de la victoria.

Ahí estaba, después de tanto jurar y perjurar su asco infinito por mí.

Estaba claro que no podía vivir sin mis abrazos, sin mi aliento en su boca, sin mi virilidad…

Y ¡tiene gracia! Hasta me trae flores…

No sabe cómo disculparse. Casi me da lástima. Pero sólo casi. Se merecía mi enojo y mis duras palabras. Ella debe saber que soy un hombre; y como tal tengo mis debilidades varoniles. Es normal que sienta celos cuando me sabe ligón y mujeriego. Pero el amor todo lo puede. Y Therésè muere de amor por mí.

Se acercó con paso firme. Podía oír el tap-tap de sus zapatos de tacón al chocar contra los adoquines. El ramo de flores sujeto con ambas manos. ¿Eran rosas? No las veía bien.

Se detuvo ante mí, me sonrió y bajó la mirada en actitud servil. Definitivamente estaba preparada para que le pidiera matrimonio.

—Hola, Therésè. Parece que finalmente has venido.

—Claro Dennis. Tenía que venir.

No pude evitar una carcajada. Sentía que el fuego ascendía por mi cuerpo, inflamaba mi orgullo y, por qué no decirlo, también mis gónadas.

—¿No vas a sentarte? —le mostré la silla junto a la mía.

—No, querido —contestó con una dulzura y un brillo en la mirada que me cautivaron, aunque también me desconcertaron.

Me metí la mano en el bolsillo, saqué una cajita de la joyería Le brillant y le mostré un anillo de oro blanco con una deslumbrante piedra verde. Su favorita: una esmeralda.

Entonces ocurrió algo inesperado por completo. Por más que había imaginado, incluso calculado, nuestra reconciliación, jamás habría podido prever su reacción.

Se aproximó radiante como una novia, cogió la joya con la mano izquierda y de la derecha dejó caer el ramo de flores.

¿Qué era aquello? No entendía lo que veía. Algo no me cuadraba.

Y sucedió. Dos disparos rápidos: al corazón y a la cabeza.

Mientras agonizaba, escuché su dulce voz:

—Como a ti te gusta: doble. Como el azúcar. 

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Caí muerto. Mi alma inmortal la vio alejarse tranquila. Nadie se movió.

Cuando la policía llegó ella había desaparecido de la escena.

Más tarde la vi de nuevo. Lucía su aspecto habitual: cabello cobrizo y vestido verde hierba.  Contemplaba las profundas aguas del Sena. Con expresión satisfecha lanzó lejos un paquete atado con un cordel. Como espíritu que era, pude ver que contenía la peluca castaña, la blusa blanca y la falda rosa palo, y una pesada piedra que aseguraba su hundimiento.

En la estación de París Bercy cogió el primer tren a Florencia. En su dedo anular derecho portaba la esmeralda. La vendió al primer joyero del Ponte Vecchio. Hoy luce uno más valioso, más bello, que su nuevo novio italiano ha puesto en su dedo arrodillándose ante ella.

Y yo, muerto pero consciente, feo, decrépito y aburrido, me paseo por los círculos del infierno. Del segundo, con los lujuriosos, al noveno, con los traidores, en un instante. Y otros, aún más feos y decrépitos que yo, estafadores, violadores y asesinos, se ríen de mí. 

—Estúpido principiante —me escupen.

Y yo, con toda la eternidad por delante, grito en mi desesperación:

Hélas, Therésè! Quelle cochonne tu es!

O en español, que una vez muerto de todo se sabe:

¡Ay Therésè! Cuán puerca eres…

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