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Hoy he ido a llevarle flores a mi abuela. A ella, a mi abuelo, a mis primos, a mis tíos…, a todos los que están bajo la losa blanca del panteón.

No soy de culto a los muertos. Pero le prometí a mi abuela, ante su temor a que no hubiera nadie para hacerlo, que mientras estuviera por aquí yo le llevaría flores al cementerio de San Eufrasio.

Soy consciente de que en ello hay una parte de tradición y otra de rutina y ritual. La compra de las flores, la subida hacia el cementerio por la calle de las Cruces, el acceso al camposanto y la bajada por el sendero central hasta el lugar donde se halla ubicado el panteón familiar.

No voy a hablar con ella. Obviamente tampoco puedo verla y si pudiera hacerlo, carecería de sentido. Ella ya sabe casi todo de lo que yo podría contarle; ignora el desenlace, pero siempre fue conocedora del desarrollo. A fin de cuentas, el relato no varía tanto como queremos creer y en muchos aspectos y en muchas vidas es reiterativo.

Me han acompañado mis piratas. No es la primera vez que lo hacen los dos o alguno de ellos. Y espero que en el futuro lo sigan haciendo. Porque siempre hay algo de desasosiego en esta visita. Y porque es importante que ellos conozcan el significado y la realidad de las cosas.

Pese a lo que muchos piensan y afirman, ni siquiera hay igualdad en la muerte, salvo en el hecho de que todos morimos. Ni en la forma de llegar a ella, ni en la última morada. Y los cementerios son una clara muestra de ello.

Es una pena el estado de abandono en que se encuentra este cementerio. No es extraño, porque si no hay respeto para los vivos ¿por qué iba a haberlo para los muertos? A nuestros representantes en las instituciones se les llena la boca de promesas y proyectos y cuando incumplen no tienen pudor en responsabilizar al adversario político. La culpa siempre es del otro. Y la realidad, de todos.

Hace algún tiempo Patmos e Iuventa propusieron transformar el cementerio en un parque al estilo de algunas grandes ciudades europeas. Sería una conversión maravillosa. Yo hasta instalaría un kiosco con veladores. Me sentaría a tomar un café y dejaría la vista perderse. Incluso me gustaría disfrutar de la música de un cuarteto de cuerda o de una banda de rock, por supuesto en acústico. Y dejaría que los peques correteasen alrededor, mezclando sus juegos, sus risas y sus llantos con el silencio de los difuntos. Transmitiendo en cierto modo vida a las piedras, a las cruces y a las lápidas.

Entre la vida y la muerte prefiero lo que rodea a la vida. Pero soy consciente de que ambas forman parte de una misma unidad, son origen y destino en el que media ese tránsito que protagonizamos y compartimos y en el que visto lo visto a lo largo de los siglos nos cuesta mucho aprender y diferenciar lo necesario de lo accesorio y lo que es peor, el bien de mal.

Ahora por intereses mercantiles y por lo que podríamos denominar neocolonialismo se impone en estas fechas en aras de la globalización o la homogeneización y a modo de invasión o franquicia la fantasmagoría anglosajona. Reconozco que como casi siempre ante los que ostentan el poder la lucha es desigual y nuestras ánimas en esa batalla no son una excepción.

Aún así y sin tener nada en contra ni a favor de la fiesta de Halloween, yo prefiero las leyendas de Bécquer, el Don Juan de Zorrilla y a mi Pobrecito Hablador, Don Mariano de Larra. Cosas de la edad, supongo.

Recuerdo que, al regresar a Jaén allá por los años 90, en la noche del 1 de noviembre mi santa y yo íbamos a cenar a casa de mi abuela y de mi padre. Formaba parte de la tradición asociada a estas fechas de santos y difuntos. Que salvando las distancias se asemeja a ese Día (noche) de los muertos festejado en México.

De igual modo que pervive en la memoria de lo intangible el olor a castañas y el de las batatas cociendo en el puchero con azúcar, canela en rama y en ocasiones, un chorreón de vino.

En lo tangible permanecen los buñuelos y los huesos de santo, aunque a mí estos últimos no me gustaban y hasta me parecía de mal gusto su denominación. Y por supuesto, las gachas; una costumbre a la que no nos hemos desacostumbrado en casa, así que hoy bullen en la cocina la leche, la maizena, la canela en rama, los cuscurros de pan (sin gluten), la matalauva (matalahúva) o el aguardiente, la raspadura de limón y las almendras.

Quizás de alguna manera podemos concluir que hay un recetario para la vida y otro para la muerte. Ácido y dulce a partes desiguales.

 

2 de noviembre de 2018, Día de difuntos en esta ciudad dormida que a veces parece muerta.

 

“Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados, ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí los puso, y ésa la obedecen”¹.

 

¹. “El Día de Difuntos de 1836 (‘Fígaro’, en el cementerio)”. “Artículos”, Mariano José de Larra. Colección Crisol. Núm. 025. AGUILAR. Santillana Ediciones Generales 2002.

 

Foto: Una visita de miembros del colectivo Iuventa al viejo cementerio de San Eufrasio, en Jaén.

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