Una publicación reciente del Fondo Monetario Internacional estima que la riqueza oculta en los paraísos fiscales asciende actualmente a siete billones de dólares, (6,3 billones de euros), es decir, el equivalente al 8% del PIB mundial. Todas las miradas se dirigen en la dirección de aquellos particulares con altas bolsas de liquidez, grandes empresas y focos de actividades criminales, que aprovechan legislaciones laxas y facilidades de las propias planificaciones fiscales de esos gobiernos que tradicionalmente han permitido la elusión fiscal.
Por otro lado resulta tremendamente difícil de entender que dentro del marco de la UE, la presión fiscal transite desde el 40.1% sobre el PIB de la media comunitaria, hasta el 34.5% de España, el 48.4% de Francia o el 23.5% de Irlanda, como así mismo que, en nuestro propio país, las diferentes autonomías adopten niveles impositivos que marcan diferencias sustanciales en los principales epígrafes del sistema fiscal, para contribuir a que la elusión fiscal esté engrosando unos niveles lamentables o para romper la armonización fiscal necesaria, que debería ser punto de referencia tanto en la UE como en cada uno de sus países miembros.
Es necesario abundar sobre los perjuicios que causan estas discordancias impositivas tanto en lo que respecta a la evasión fiscal propiciada por la existencia de paraísos fiscales, algunos en países que incluso pertenecen a la UE, como Luxemburgo, como en otros, como Suiza, que está enrolada en el centro de esta red que propicia otros tipos de facilidades fiscales. Así conviene recordar que sus efectos se extienden desde el impacto minorativo en los montantes recaudatorios globales para cada territorio, en conjunto se calcula que la reducción recaudatoria alcanza el billón de dólares, hasta la impresión que traslada a los propios contribuyentes de un injusto e inadmisible agravio comparativo que no debería permitirse en ningún caso por la autoridad fiscal.
Veamos, por ejemplo, el caso de Madrid, que con un nivel de renta muy elevado propiciado por la capitalidad que ostenta, a la que han contribuido durante décadas las aportaciones de todo el territorio nacional, lo aproveche para diferenciar su sistema fiscal haciéndolo mucho más asequible para los contribuyentes de su área, generando una alteración grave de la armonización que debería imperar en todo el territorio español, contribuyendo a menoscabar la competencia, en detrimento de otras ciudades, para atraer nuevas empresas y particulares.
No podemos extrañarnos, por tanto, que, ante la inmovilidad y permisividad de los agentes implicados y obligados a poner coto a esta ominosa realidad, el caudal del “dinero negro” esté floreciendo a un ritmo del 5% anual entre 2012 y 2017, es decir a un mayor nivel del que lo hace la economía mundial, y que, de alguna forma, traslade una sensación de resentimiento ciudadano que invita a la rebelión fiscal.