Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR /
Luces. Luces y más luces por la ciudad; catarata implacable de arpegios luminosos. Partitura triunfal de bombillas radiantes con corales ¡oh! de admiración y boquiabierto asombro en su encendido de Adviento, cada año más tempranero y multitudinario. Ráfagas de ametralladora fotográfica, móviles que echan humo, lágrimas en los ojos, sonrisas de oreja a oreja, saltos compartidos, brindis prematuros. Luces que deslumbran los sentidos y hacen entrechocar las copas en tal momento de alborozo, igual en todas las latitudes planetarias, pues es un espectáculo globalizado para solaz de las gentes que buscan alivio de su desazón permanente, de sus ansias ocultas, de sus perennes cegueras. Luces que compiten en número y watios entre ciudad y ciudad a ver cuál de ellas es la primera en prenderlas, la más pródiga en número de cableados eléctricos, colgantes inexpresivos y anodinos árboles de la taiga en nuestro viejo solar mediterráneo.
Sinfonía de luces, regocijos, brincos sincopados, amarradas del brazo las gentes, sentencias ripiosas, proclamas de dudosa felicidad, ridículos gorros rojos y blancos importados de otras latitudes y esencias, con los que las gentes pasean, comen, hacen la compra —y hasta el amor en ocasiones—, orgullosos de reflejar que están de fiesta navideña, que son símbolos vivos de las celebraciones, verdaderos remedos de Papá Noel —ahora Mamá Noel también, faltaría más—, el personaje que arrastra su trineo entre la nieve impulsado por los renos que, como sabemos, son animales que pastan en rebaños por nuestros bosques mediterráneos y nuestras serranías jaeneras, esas que huelen a melosa luna cómplice, misterio de plata helada en las plazoletas de los olivares, roca caliza desde cuyos posaderos canta el búho real, aceituna gordal deseosa de entrar en el molino, arromas de tomillo y romero planeando desde las cumbres cercanas…
Múltiples divisas colgantes que nada significan. Millones de bombillas LED que dibujan cadenetas, guirnaldas, festones, hojas de muérdago, cortinas, cerezos de luz, filigranas, luceros de hadas, coronas de rizos, pungentes estalactitas, bolas que parecen burbujas de cava, telares que caen desde las alturas como palio deslumbrante, estrellas de cinco puntas inscritas en circunferencias, relucientes abetos, todos iguales, todos impersonales, todos brillantes y fotogénicos, pero de una absoluta uniformidad y simpleza, pese a que su interior sea colonizado como estudio fotográfico de grupos, instantáneas que pueden valer para cualquier punto de la geografía mundial. Globalizada inexpresividad, ausencia de verdadero hálito vital, de un simbolismo claro de lo que realmente celebramos. Invasores adefesios que conturban las fachadas de catedrales e iglesias, donde yace la Verdad transmutada desde el pan de trigo ácimo, tras recibir el aura inefable de las palabras sacramentales, a la presencia real del que hoy nace. Pero la luz que la custodia es apenas perceptible; un ligero y rojizo estremecimiento que casi no puede verse con los ojos, más bien con la mirada interior.
Luces que todo lo inundan para reflejarse en nuestras pupilas vacías de ordinario de una verdadera luz interior embobadas de tinieblas y engaños cotidianos. Hasta circula un autobús turístico y festivo al que llaman en algunas ciudades Naviluz que pasea a las muchedumbres por el rutilante circuito urbano al compás de músicas enlatadas, bufandas de lana, polares estremecimientos, proclamas megafónicas y sonrisas corales.
Prisas y más prisas, compras compulsivas de todo tipo de naderías previamente anunciadas machaconamente en televisión con vídeos de ínclitos personajes de sexos varios que, con el torso desnudo, andares desgarbados y expresión de rotunda idiocia, se contorsionan como si fueran de goma y terminan pronunciando el nombre del producto en un inglés españolizado ininteligible y ridículo. Yo no sé si estas memeces impulsan a alguien a comprar tales fragantes alquimias, aunque sí sé que los publicistas saben lo que hacen y no dan una puntada en falso. Si fabrican semejantes simplezas es porque hay quien atiende al reclamo haciéndose con la perfumada gollería anunciada. Y es que “hay gente pa tó” como dijo en su día el inefable Rafael “El Gallo”. Y cada vez más para cualquier cosa que sea dictada. No quiero pensar en la consolidación de esta inteligencia artificial ahora tan de moda que nos promete futuros edenes terrenales, cuando esté en manos de políticos y agendistas globales. El mundo feliz de Huxley sería una sociedad libre, razonable y ordenada al lado de lo que se nos viene encima.
Luces, carcajadas, dilatación pupilar, ansiosa hiperventilación, comidas pantagruélicas, discursos dictados por el cava y el chupito, con eructo intermedio y salva de aplausos. Luces que nada iluminan, nada incendian en nuestro interior, nada remueven el alma, nada embellecen, nada enseñan, nada inspiran y que al ser apagadas hacen volver al personal a su oscuridad cotidiana sin haberle dejado rastro alguno tales explosiones lumínicas que puedan marcar en ellos un nuevo camino, una nueva esperanza, una nueva senda de albas permanentes, un nuevo renacimiento del espíritu en una celebración tan sagrada como la llegada al mundo de Dios encarnado.
NAVIDAD IMPERSONAL
Navidad cada vez más impersonal y desangelada, aunque nos duela reconocerlo. Es otro mundo, sin vuelta atrás. Porque entre todos hemos ido prostituyendo la Navidad sin descanso. Entre tanto corte de jamón ibérico, entre tanto entrechocar de copas, entre tanto canapé y corona de un marisco comprado a precio de oro, no podremos ni siquiera atisbar los mofletes sonrosados del niño de Belén, y esos ojos divinos en los que están contenidas todos los brillos de las galaxias del Universo infinito. Entre tanto paquete multicolor colgado de las ramas o situado a los pies del árbol casero no estará, sin embargo, el verdadero regalo: Jesús, Hijo de Dios, la verdadera Luz del mundo, que vino entre nosotros entre pajas porque, como ahora, no había lugar para Él en la posada. Él debía ser nuestro única y gratuita dádiva en estos días santos y mistéricos, pues Él vino también para aquellos que no reciben nada en estos días, o para los que, como nosotros, y entre tanta abundancia poco tienen, aunque nos creamos dueños de patrimonios ilusorios que en nada nos enriquecen.
Hemos convertido estas jornadas sublimes, hondas, inefables, entrañables en unas fiestas del consumo, de la compra de objetos inútiles que en pocos días ya estarán desechados, de la alegría impostada, de una desenfrenada colesterolemia. Pero en esta Navidad, mejor dicho, en estas fiestas —que así reclaman sean llamadas estas jornadas sagradas los no creyentes para no ofender sus ideas— no lucirá la Luz del Universo, la de aquel humilde entre los humildes que nació entre animales, pues ya entonces nadie quería compartir su venida, salvo los ángeles del cielo y los pastores cegados por la luz de la estrella y las palabras angélicas. Entre tanto brindis realizado con un leve poso de amargura en el alma, entre tanto villancico inanimado de grandes superficies comerciales, no se muestra la luz indeleble del Hijo de Dios y de su Madre purísima en cuyo jardín de azucenas se encarnó la Vida para eternizarnos y ahora lo muestra con ternura a quien venga a postrarse a sus plantas.
NACE EL NIÑO PARA TODOS
Este Dios que nos nace es el Dios de todos, el de los pobres y marginados, el de los que sufren, el de los perseguidos y agobiados por causas diversas, pero también el de los que tienen cuanto les sobra, y lo derrochan en naderías con su nombre en la boca. El de los que penan cada día en silencio. El de los humildes. El de los pusilánimes y conformistas. El de los tibios y cobardes. El de los inexpresivos. El de los sonámbulos que se creen despiertos. El de los que yacen paralizados sin saber la causa exacta de su embotamiento. Este Dios humanizado vino al mundo para llenarnos los ojos del alma de luz inmarcesible, de alegre esperanza y eutimia, para enseñarnos a distinguir lo trivial de lo trascendente, para eternizarnos. Y nosotros pagamos su osadía, el infinito regalo de su presencia celebrándolo como una fiesta inane, vacía, banal, porque ya no es ni una fiesta tradicional, pues la hemos despojado de ese poso mediterráneo de siglos de fe y cultura, americanizándola, perdiendo nuestras verdaderas esencias de antigua y rica expresividad católica. Y esto no me desanima ni escandaliza. Sé que los seres humanos somos así, estamos ciegos y aunque creemos tener vista de águila, quizá nuestra retina no está diseñada para contemplar luces inefables, tan solo las de los colgantes urbanos en estas fechas tan prostituidas, o las que situamos en los exteriores de nuestras casas confortables, unas luces que nada alumbran y que una vez apagadas, no hacen otra cosa que dejarnos una sensación de angustia inexpresable que intentaremos calmar a toda costa y esconder entre próximas celebraciones; un leve pero angustioso poso de amargura en el alma que pretenderemos disimular a toda costa en la cuesta de enero con nuevas y banales celebraciones.
¿Qué relación existe en estos tiempos entre la llegada a la Tierra de ese Dios encarnado, Luz del mundo, príncipe de la paz, hontanar de aguas de vida, con la fiesta pagana que celebramos tan ajena al inefable Misterio que le dio sentido a la historia humana? Dios viene hasta nosotros hecho Niño. Se humaniza para poder mirarnos a nuestra altura humana y para que nosotros no quedemos cegados por su Luz, la única claridad capaz de disolver las tinieblas que de ordinario velan la existencia humana. Olvidamos que es Navidad, ese prodigio indecible que conmueve los cimientos de nuestra existencia, que nos abre los ojos de la fe, que consuela nuestro decaimiento y soledad, que nos proyecta a las alturas celestes.
AQUELLA NAVIDAD…
Luces en la ciudad. Gentes arrobadas por tanta belleza externa que comparan con las de otras ciudades próximas sabiendo que las suyas son insuperables. Pero yo me quedo con la Navidad de mi infancia. Con una iluminación quizá más sencilla, pero plena de símbolos cristianos. Con las manadas de pavos por el Pósito que con expresión bobalicona ignoraban su próximo fin en la cazuela, con el nacimiento de la Gota de Leche donde entre monjas de grandes cofias yo quedaba prendado del sencillo relato representado ante mis ojos de niño, de los villancicos callejeros espontáneos que alegraban el corazón, de las zambombas y panderetas compradas en los soportales del Hotel Nacional para acompañar los cánticos delante del belén casero preparado con mimo junto a mi madre durante la semana anterior, con la cena familiar llena de ritos inolvidables, con la misa del gallo del brazo de mi madre, y la vuelta bajo el frío estelar a casa, del último villancico cantado junto al portal plantado con mimo en la habitación que llamábamos “de paso” de mi casa natal frente al oasis de la plaza, de las sábanas frías del invierno y las proclamas del sereno en la madrugada, de la paz del alma con la que dormía aquel niño que nunca ha crecido en mi interior y que ahora guarda el recuerdo de unas navidades, no perfectas, pero sí más sencillas, entrañables, cristianas, familiares, y simbólicas donde no había tanta luz en las calles, pero amanecía con fuerza en el corazón con una claridad que me ha guiado toda mi vida.
¡Oh Astro de luz sin ocaso que naces en Belén. Resplandor de luz eterna, Sol de justicia. Ven ahora a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte!
Que ese Dios humanizado que yace entre pajas en el portal sea siempre nuestro aliento vital, nuestra cruz de guía existencial, nuestra celeste paz azul, nuestro consuelo, nuestra renovación interior.
Yo deseo a quien lea esto una cristiana, sencilla, entrañable, familiar y jaenera Navidad. Y un renacer a esa Luz, luz interior, luz divina que nunca pueda consumirse, pero que solo puede ser vista con los ojos de la fe; profundo misterio de amor que nos deslumbra e ilumina ahora y en el transcurso de los siglos eternos.
Ramón Guixá Tobar.
Foto: Una imagen del Belén Napolitano que puede visitarse en la Catedral de Jaén.