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Pronto las luces del cielo saldrán de su escondite. La nevada ha dejado las calles y las plazas de los pueblos solitarias. Todos están en sus casas, al cobijo del brasero. Las faldillas de las mesas arropan las conversaciones entre los miembros de las familias Es el tiempo en el que los nietos preguntan al abuelo.

En un pueblo del condado, los inviernos se anticipaban desde siempre. Recuerdo, cuando mi abuelo, encendía la lumbre. El trabajo había sido agotador, buscábamos el oficio reparador del fuego. Las tareas en el campo, aunque son duras, también son muy hermosas. Después de llevar la aceituna al molino, no regresábamos a casa. La costumbre se imponía y volvíamos a la casería, al calor y la paz de la lumbre.

En el salón, nos reuníamos sus nietos. Las charlas se alargaban hasta muy entrada la noche. El momento en el que el sol se precipitaba por el abismo era algo que nos sobrecogía especialmente. Era la época de la Navidad. A pesar de que teníamos que estudiar, era sagrado ir todos los días a recoger la aceituna. Pronto acabaríamos la universidad. Sentíamos que el vínculo con la familia y con la tierra, con la tradición, podría perderse. Por esto, esperábamos con ansiedad la llegada del invierno.

Mi abuelo, era un músico consumado. Había conseguido trasmitir la pasión por la música a toda la familia. Comparaba la ejecución de las sonatas con el acto de varear el olivo. Para él, las manos del jornalero, debían de moverse con la misma sutilidad que la del pianista. Con el palo, el hombre o el muchacho que se prestaba, debía acariciar las ramas con la rapidez exquisita del que interpreta una pieza pianística. De este modo, el olivo se entregaba y dejaba caer las aceitunas, pues al igual que el piano se sentía bien tratado por esas finísimas manos.

Hoy he vuelto a estar en la casería. Los olivos ya están desalmados, no soportan el peso del fruto. Son libres para mira al sol, en estas mañanas de invierno.

He entrado al salón. La chimenea se ha encendido y cerca del fuego estaba mi abuelo. El piano ha comenzado a sonar. Sus manos virtuosas, han interpretado su sonata favorita.

Mi abuelo, lleva más de veinte años muerto. Sin embargo, al acabar la recogida, tiene la costumbre de asomarse a mi recuerdo, en las vísperas de San Antón.

 

 

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