De joven me situaba a un beso de distancia de cualquier mujer. Igual que Ponce ahora. Ponce es un hombre con ojeras recostado en un vientre sin estrías. La juventud es eso: un vientre sin estrías observado por un hombre con la vista cansada. De joven uno siempre anda envuelto en taquicardias, desnudeces y salivas. Ahora uno debería estar en otros asuntos: Ponce en las medias verónicas, yo en el nuevo periodismo. Pero lo cierto es que a estas alturas hombres y mujeres buscamos persianas bajadas para rememorar cuerpos de antes. La luz es cosa del porvenir. El pasado pide penumbra. A cierta edad el pasado no es si no sexo.
¿Es también amor?: según. Hay quien prefiere tener un corazón roto a un corazón seco, pero eso es por el impostado lirismo de la desolación. El desamor le sirve a Sabina para ensalzar los bulevares rotos, los pasillos vacíos y las mujeres que saben a tequila. Pero el desamor no es bueno para la vida, como no lo son los bulevares rotos, los pasillos vacíos y las mujeres que saben a tequila. Tampoco los hombres que huelen a coñac, si hay que ser justos. Y aunque es cierto que en el preludio del romance ni el hombre huele a coñac ni la mujer sabe a tequila, también lo es que el amor de bolero suele acabar en amor de tango.
Si a la postre Gardel siempre gana a Los Panchos es porque el arrabal se parece más a la vida que la mandolina. Frente al bolero, que esparce un mensaje confitado, el tango es carne viva, como lo es la relación de pareja cuando el mordisco deriva en dentellada. Ponce ha retornado a los azúcares añadidos, esto es, a la adolescencia. Está en su derecho, pero es posible que cometa un error: la luna sienta bien a los enamorados, pero es muy fea de cerca.
Foto: Una imagen de Carlos Gardel.