A Ernesto
Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Es noviembre y es tiempo de melancolía. El pensamiento igual que la noche llega temprano: es una actividad hermosa dotada de un ritual que solo los iniciados saben cómo culminar: es preciso para tal cuestión ser un personaje con nobleza. No me estoy refiriendo al poeta o al pintor que es capaz de mudar al lienzo las hojas que caen en la tarde.
Es de noche y en el centro del salón, en una corrala de vecinos, frente a un edificio sin significado —antes sí decía algo, pues existía la hermosura de la piedra del convento de San Agustín— una familia reza en torno a la memoria de todos los Santos. La oración elevada al cielo se convierte en melodía, mientras las velas que recuerdan y llaman a los difuntos crepitan con alegría: es luz que invoca al ser amado desde que el tiempo es de las noches. La niebla vuelve a buscar el suelo del viejo Jaén: es fina, sus brazos piden que el convento trinitario retorne otra vez; que su portada llame la atención de la luna. Y el lagarto asome su piel por los raudales del pueblo jaenés. La torre del Concejo, recuerda en la memoria de su reloj sin cuerda, las veces que el jurásico animal asciende desde las entrañas a la superficie de esta ciudad descuidada por aquellos que mandan y oprimen: su corazón ya no resiste tantas promesas incumplidas. Pero todavía queda esperanza: no en el poeta, ni en el pintor, ni en el músico, ni en el cantero, sino en ese personaje de bondad en la que la belleza de Jaén asoma por sus ojos: azules, en armonía con el creador; y a él le encomienda la tarea más bonita.
El lagarto salió por la puerta principal del convento. Esta vez no hubo transformación de mi amigo al cobijo de la luna llena; mientras ésta su éxtasis coronaba el cerro de Santa Catalina. Y la Cruz parecía querer desclavarse de la piedra y ascender al cielo para buscar al único que entendió su misterio. Invocó, pues el lagarto, llamó a Don Manuel López de Lara, arquitecto, creador del abandonado y olvidado cementerio de San Eufrasio. Ernesto miraba a través del cristal de la ventana: sus ojos alcanzaban el b corazón del histórico Jaén. Notó los nervios de la torre del Concejo: el reloj sin cuerda comenzó a respirar. Solo unos pocos como él son capaces de percibir tal milagro. Los hechos acababan de empezar. Desde lo más profundo de su corazón, nuestro amigo, sabía que algo ocurriría. Alguien le debía una promesa desde que era niño. Y quizá esta noche sería la idónea para pagar esa deuda. En su alma existía una huella dispuesta a ser borrada. La oración llegaba a su fin. Ernesto reunió nuevamente a su familia, la cena agrupó las conversaciones: la alianza volvía a renovarse: el clan nunca había estado tan unido.
La niebla acarició la fachada del convento de San Agustín, con ternura miró de frente, empezó a subir lentamente por los peldaños de la corrala. Con sutileza entró en el hogar y conquistó el salón. Este sueño solo fue advertido por nuestro protagonista: la familia seguía plácidamente sentada alrededor de la mesa. La niebla en otra de sus transformaciones apareció ante sus ojos: Don Manuel con la cortesía natural del XIX, le presento sus respetos, como un caballero antiguo que era le invitó a dar un paseo que nunca olvidaría. Ernesto al salir de casa, pudo verse conversando con sus hijas: el lagarto había realizado otro truco con antología: el tiempo y el espacio se confundieron para crear su juego. Se dirigieron al cementerio viejo: los ojos azules de Ernesto y de Don Manuel alumbraban la negrura de la noche.
El miedo desaparecería, siendo sustituido por el cariño: el corazón ya no estaba en alerta, solamente preparado para lo que pudiera acontecer. Atravesaron la puerta del camposanto, después de rezar un viacrucis ante el Cristo de la ermita del Calvario. El frío de la noche, se transformó en calidez. Admiraron la hermosura de los nichos y mausoleos, la tristeza de los panteones, su decadencia. La sorpresa estaba a punto de producirse: repentinamente el eco de unos pasos rompió la quietud de la noche: dos figuras se acercaban por la diestra de nuestros amigos. Ernesto no pudo disimular su asombro ante la aparición: Don José Nogué y Don Bernardo López, con una inclinación decimonona saludaron a los dos visitantes. La reunión versó sobre el antiguo Jaén. La nostalgia de lo bello logró imponerse y el silencio volvió a reinar: el pintor y el poeta suplicaban por la recuperación de la decencia del cementerio de San Eufrasio. Pero aún quedaba el milagro: una figura blanca, de pelo negro, de ojos grandes como la luna apareció por el pasillo central del camposanto. Su belleza de ángel rompió el corazón del cielo, se acercó y con dulzura abrazó a Ernesto; fue un abrazo, de amor, de verdad: los ojos del buen hombre y de su madre se encontraron en un bello ascenso.
Ernesto seguía en sillón de su salón, al lado sus cuatro hijas y su esposa Pilar, los nietos y los cuñados cerca, contemplando la unión del clan. Don Manuel partió al cielo y el lagarto descendió a la campiña, al valle. Necesitaba hablar con el Creador.
Foto: Viejo camposanto de San Eufrasio, en Jaén.