La peste del revisionismo es la causa de que acelere mi libro sobre los felices setenta, la única década de la historia reciente en la que la convivencia entre españoles no desembocó en trinchera. Y esto porque los fachas entendieron que el 18 de julio caducó el 20 de noviembre y los rojos que la misión de la hoz es cortar espigas en lugar de cuellos. Ambas partes se redimieron así. Para la forja de la nueva España fue determinante la inteligencia del perdón.
El perdón es inteligente porque la generosidad se apuntala en un fondo de pragmatismo. En un país en el que el seiscientos había sustituido al hambre resultaba más sensato abrazar que herir. Así lo entendieron los padres fundadores al descascarillar el belicismo de la ideología, a la que ha retornado de la mano de políticos chusqueros disfrazados de hombres de paz, quienes utilizan para su fin la memoria histórica, ese alzhéimer sectario.
El buenismo de izquierdas dice que la guerra la ganaron los malos y el buenismo de derechas que las campanas doblan por ti. El buenismo, como todo movimiento que no se ancla en la verdad, tiene un componente torticero porque altera la historia para adecuarla no ya a su modo de pensar, sino a su nómina. Y aunque así no fuera, el buenismo se equivoca. La guerra, a la larga, la pierden siempre los que la ganan y nunca la ganan los que la pierden.
Imagen: Una viñeta genial, como todas las de «El Roto».