Por José Ángel Marín .Dpto. Derecho Constitucional. Universidad de Jaén
I.
Son muchos los avatares en que se desarrolla la XV Legislatura de las Cortes Generales de España. En esa maraña destaca ahora la polémica jurídica suscitada por una reciente proposición de ley registrada en el Congreso de los Diputados, que —entre otras cuestiones— propone una radical modificación de la acción popular. Se trata de la Proposición de Ley Orgánica de garantía y protección de los derechos fundamentales frente al acoso derivado de acciones judiciales abusivas (122/000147). Proposición legislativa que la Mesa de la Cámara Baja admitió a trámite el 22 de enero de 2025.
La acción popular es una figura relevante de nuestro ordenamiento jurídico, y así lo ha reconocido el Tribunal Constitucional (STC 50/1998), señalando que “cuenta con profundo arraigo en nuestro ordenamiento”. Pero, el hecho es que la figura irrumpe de nuevo en el debate público debido a una proposición de ley que, entre otras cuestiones, cercena severamente su sentido hasta vaciarla de contenido, con la consiguiente lesión del art. 125 de la Constitución española de 1978.
Me refiero a un derecho de rango constitucional que incomoda al gobernante de turno y sus medianías. De hecho, la figura ya sufrió una dudosa reforma en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, concretamente la operada mediante la Ley 38/2002, que dio redacción al art. 782, y cuya interpretación literal vino a socavar el derecho de acción popular contenido en el art. 125 de la Constitución. En efecto, la acción popular es una figura singular del Derecho español, y resulta palmario que la incoación a su través de un proceso penal contra persona determinada conlleva consecuencias diversas, casi todas ellas graves, pues implicaría una afectación del estatus de libertad de la misma que se halla constitucionalmente garantizado.
Reformar la acción popular en nuestro ordenamiento no es cualquier cosa. La esencia de la acción popular tiene como núcleo apoderar a la ciudadanía, a cualquier ciudadano, para que pueda impulsar la acción de la justicia criminal sin necesidad de tener que invocar un perjuicio propio, sin que medie pues ningún daño en quien la ejercita. En sentido lato, atañe a la defensa de la legalidad, permitiendo a la ciudadanía, sin distinción, que se coloque como una parte más en el proceso, pudiendo actuar con plena autonomía, sin depender de la acusación pública o de la particular.
Estamos ante un instrumento procesal -con incidencia en el ámbito penal- que ha provocado algunos abusos y desviaciones por parte de desaprensivos; desviaciones que, por otra parte, son inevitables en un sistema de libertades. También es reseñable –y discutible- el torticero uso que se hace de la acción popular por partidos políticos que no dudan en recurrir a esta figura constitucional para acogotar al rival, para luego filtrar datos a la prensa en perjuicio del adversario, o colocar en redes sociales contenidos lesivos del partido opuesto. No obstante, y al mismo tiempo, la acusación ejercida mediante la acción popular ha permitido que se diera impulso judicial a causas criminales de relevancia, como la imputación de la infanta Cristina, o los GAL, sin olvidar la detención del general chileno Pinochet.
II.
De la acción popular nos llegan ecos remotos desde la Grecia clásica. Para los atenienses era una de sus grandes pasiones llevar asuntos a los tribunales. En la vetusta Atenas los juicios tenían mucho de dramaturgia, incluso de espectáculo, tal como ocurre hoy con los procesos célebres que captan la atención mediática durante semanas. De ello nos habla Aristófanes con visión cáustica (Las avispas, año 422 a.C.). Aquel enjambre de pleitos daba cobijo, entre otras cosas, a fecundas labores dialécticas, al ejercicio discursivo entre litigantes, jurados, acusadores y, también, de escritores profesionales de alegatos, que con ello hacían caja. Es probable que uno de los motivos de la crisis del teatro ateniense en el siglo IV a.C., fuera que los juicios se convirtieron en espléndido sucedáneo de la función escénica. Los juicios resultaban más atractivos, espontáneos y –quizá- baratos para el público.
No obstante, es en Roma donde encontramos la génesis de la acción popular. Más en concreto en la tradición latina referida a la llamada actio ex quivis ex populo, como formalización procesual del principio acusatorio. Cabe reseñar que la acción popular estaba muy consolidada en las costumbres romanas pues a su través se intentaba garantizar, primero, la igualdad y, luego, la imparcialidad en la acusación, entroncando así con el ejercicio permanente de la soberanía popular ante los tribunales de justicia. Así, en Roma, junto al castigo público y los órganos juzgadores formados por representantes sociales, la acción popular se erige como una de las piezas centrales del sistema acusatorio. De modo que sin acusador no hay persecución penal, siendo posible que tal acusador sea un miembro cualquiera de la sociedad, no necesariamente un ofendido, y es este quien recibe la encomienda indagatoria y de persecución del ilícito penal.
En el Derecho histórico patrio se recepciona la acción popular en etapa altomedieval. Así, el Derecho castellano de la época hace suya la acción popular como informadora de la actividad procesal en la mayoría de los Fueros Municipales. Y son las Partidas de Alfonso X el Sabio las que otorgan carta de naturaleza al sistema de acusación particular de tradición latina, contemplando una casuística pormenorizada que detallaba cuándo era factible el ejercicio de la acción popular; si bien, circunscrita a la averiguación de conductas criminales lesivas de los intereses colectivos o del conjunto social, de las estructuras de poder o de la propia Corona, (Ley 2º, Título I, 7º Partida).
La tradición jurídica hispana perpetuó la acción popular hasta alcanzar las Constituciones decimonónicas que consagraban la acción popular en el ámbito penal, eso sí, limitándose a ciertos delitos. La de Cádiz de 1812 estableció en el art. 255 su propia regulación de la acción popular, centrándose en la tipicidad de conductas de cohecho, soborno y prevaricación. Más adelante, el art. 98 de la Constitución de 1869, consagró la acción popular para aquellas infracciones delictivas cometidas por jueces y magistrados en el desempeño de sus funciones. Se trata, pues, de una clara apuesta por otorgar protagonismo a la acción popular dando preeminencia a los ciudadanos para ejercer dicha acción, relegando a los fiscales a meros coadyuvantes que concurren con los particulares en la gimnasia procesal de la indagación punitiva. Aunque, la medida no tuvo demasiado predicamento. Precisamente, la relevancia constitucional de la acción popular deriva, en una medida que hoy día no puede obviarse, por esa eventual falta de independencia que en la actualidad deja en evidencia al Ministerio Fiscal, dado que en la actual coyuntura puede conducir a que la fiscalía omita actuaciones que le son propias frente a personas vinculadas al poder o cercanas al mismo.
III.
La acción popular está completamente naturalizada en España, y así lo viene reiterando el Tribunal Constitucional (v. gr. SSTC 62/1983, 47/1985, 154/1997 y 50/1998), donde abiertamente se subraya el profundo arraigo de esta institución en nuestro Derecho.
Con el art. 125 de nuestra Constitución en la mano, cabe afirmar sin ambages que la acción popular supone la atribución de legitimación activa para que la ciudadanía pueda personarse en el proceso sin necesidad de invocar lesión propia, ni interés directo, sino en defensa de la legalidad. Y ello deber permanecer incólume, pues constituye una manifestación del derecho público subjetivo al libre acceso a la jurisdicción, siempre y cuando las pretensiones sostenidas sean de interés público.
La acción popular se incardina dentro del más amplio espacio del derecho a la tutela judicial efectiva del constitucional art. 24, dentro de cuyo espectro se encuentran las acciones públicas que percuten sobre intereses comunes, o aquellos en que la satisfacción del interés común es la forma de satisfacer el de todos y de cada uno de los que componen la sociedad. De ahí que, si un integrante del colectivo social defiende un interés común, también está sosteniendo su interés personal como ciudadano, ya que la única forma de defender el interés personal es velar -facultativamente- por el interés común. Además, el recurso de amparo comprende el ejercicio de la acción popular desde el mismo instante en que este precepto se incardina en el derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 de nuestra Constitución.
En definitiva, la esencia del constitucionalismo no es otra que el control del poder, y que para ello es crucial que existan mecanismos legales y procesales que lo posibiliten. Por tanto, cualquier medida tendente a restar a la ciudadanía la disponibilidad de la acción popular, implica vaciar de contenido una figura jurídica crucial que nuestra Constitución consagra con rotundidad. De ahí, que la propuesta normativa analizada merezca la tacha de inconstitucional.
José Ángel Marín
febrero 2025
Foto: Tomada de la Fundación Hay Derecho.