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Por MARI ÁNGELES SOLÍS /

Empezaba a anochecer y los faroles se encendían. El cambio de luz permanecía abrazado a las piedras del Puente de Santa Ana. Como bailando un vals. Era entonces cuando se podían presentir sus pasos. Lentos. Cansados. Disfrutando del camino de cada noche. Dejando a un lado el Portón de los Leones, para acariciar con sus huellas la cuesta de La Alcantarilla. Valparaíso arrullaba un canto olvidado.

Era entonces cuando él empezaba a tener consciencia de su existencia. Normalmente, no recordaba nada de su vida, de su quehacer diario. Sólo sabía que, algún día, había vivido. Pero el vacío se había apoderado de todas las estancias del caserón oscuro de su corazón.

Sus pasos nunca se detenían. Clavaba sus ojos en el friso gótico de la Seo y en su pensamiento se desdibujaban poemas, pinturas y melodías. Eran cosas que presentía haber escrito, haber pintado y haber creado. Pero entre sus dedos temblorosos se deslizaban las hojas del calendario de un tiempo en que nada pudo sobrevivir. Después, se dirigía hacia el Arrabal. Hasta que su peregrinar hallaba su destino en San Eufrasio. Con vistas a la Ermita del Calvario. Para entonces, la noche ya había caído profundamente y cubría el horizonte.

Se recostaba en su hueco y comenzaba a pensar. A intentar recordar. Venían a su memoria versos. Acaso, hubo un día en que fue poeta. Seguro. Otras, en cambio, sentía que sus dedos se movían y ante sus ojos desfilaban paisajes. Quizá hubo una vida en que fue pintor. Sin duda. Y también, había melodías dentro de su cabeza. Melodías que hacían mover sus dedos y le producían una inmensa paz. Tal vez, tuvo una vida más. Sí, absolutamente claro. Y en esa vida había sido músico.

Era demasiado cansancio. Arrastraba siempre, aunque nadie la veía, una maleta cargada. Él sabía que en ella había llaves, paños, papel. Luz, sombras y recuerdos. Junto a la cruz se sentía languidecer.

Quería que llegara ya el final. Se sentía muy cansado. Deseaba con todas sus fuerzas atravesar aquel túnel del que hablaban sus amigos. Y ver, por fin, la luz. Pero el miedo se apoderaba de su cuerpo tembloroso al recordar que, ese fin, no era más que otro nuevo principio. Otra vez volver a empezar. El último llanto no era sino el primer llanto. Le aterrorizaba tener otra vida, que sus padres no fuesen los mismos, que su casa no fuera la misma… Tenía miedo de nacer en otro lugar. Éste era su reino. No quería otras calles, ni otros olores, ni otros colores, ni otros campos. Ni siquiera quería sentir otro dolor. Porque el suyo propio, a pesar de ser intenso, le pertenecía.

Así pasaba la noche. El viento siempre le acariciaba. Empezaba a alertarse cuando el sol hacía el primer intento de salir. Entonces, agarraba su maleta y volvía sobre sus huellas. Cuando la luz se hiciese dueña del horizonte, él ya debía estar por la Fuente de la Peña, Jabalcuz, los Cañones o las Peñas de Castro, sin que nadie advirtiera su presencia. Su sombra inquieta había acechado vigilante dejando un rastro de dolor sobre las piedras. San Ildefonso, San Lorenzo, San Bartolomé, Santiago, San Pedro, San Juan, San Andrés, San Miguel y María Santísima Magdalena.

Un día más recorriendo el más tremendo de los vacíos. Pero él lo quiso así. Fue él quien decidió. Quiso quedarse por siempre en su tierra. Quiso seguir soñando con sus amigos. Miguel, Alonso, Andrés… Y otros tantos. Amanecería nuevamente sobre su silueta abrazada a su cruz porque esa era su verdadera felicidad. Y su verdadera paz.

Mari Ángeles Solís

Foto: JOSÉ ANGEL MELERO.

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