Como argentado nuncio del amanecer, Venus irradia el horizonte este con su límpido destello de luz helada. Su rozagante presencia en la oscuridad me hace sentirme seguro, mientras mis pasos se adentran por veredas lóbregas, aunque conocidas. No dejo de buscar su llama de platino en las alturas. Es como si necesitara tenerlo de baliza centelleante en el seno de un intenso silencio, tan solo roto por el canto del gallo de una cercana casería que anuncia las próximas negaciones de la noche doliente. Es el lucero del alba, en esta hora incierta, un regalo divino, lejos de la realidad infernal de temperatura asfixiante y nubes tóxicas, irrespirables, que cubren su superficie.
Ya en Jaén, tras acompañar a mi mujer hasta el Colegio de Enfermería donde realiza unos cursos semanales, asciendo a pie, con infinito sosiego, la pina topografía norte de mi dilecta ciudad. Nunca me he sentido tan ligado a esta villa entrañable como en esta última, serena y plena etapa de mi existencia. Por eso, en mi azarosa ruta, saboreo con ansiedad cada paso que doy por sus calles, cada rincón escondido que atisbo en su seno, cada rayo de fría luz primeriza posado levemente sobre una piedra secular, a la que dota, con su pátina intemporal, de una vívida presencia, ancestral, pero renovada. Porque lo eterno es inmarcesible, permanentemente revelado, y, con paciencia colmada de amor, hay quien logra descubrirlo, atraparlo, e incluso transmitirlo. Me siento seguro deambulando por estas rutas urbanas. Es mi Jaén del alma; la fiel y solícita nodriza que me amamantó de amores en días luminosos y en silentes y mágicos atardeceres; la cuna de todos mis sueños y fantasías gestados tras sus murallas, que son baluartes que jamás me han aprisionado, sino que me enseñaron a volar.
Se hace dura la antigua “Cuesta del tocinillo” donde hoy se ubica la Residencia Sanitaria erigida, en 1957, en los confines de una topografía urbana que crecía decididamente marcando sendas boreales. La rodea un tráfago intenso de bocinas de coches y ansiedades de personas que circulan con prisa y gesto preocupado. Sigo ascendiendo las pendientes jaeneras para entrar en el recinto histórico por la invisible Puerta del Sol, trazada en la antigua muralla, ganando el Arrabalejo junto al pilar del siglo XVI, nutrido de las aguas magdaleneras. No puedo dejar, en este momento, de viajar en el tiempo para presenciar la bajada estremecedora del impresionante Señor de la Clemencia, por un intrincado dédalo de callejas empedradas, hasta desembocar, por la calle Fernando IV, en este mismo lugar. Al revivir aquél encendido cortejo, sencillo, auténtico, jaenerísimo, brotan en el alma rosas de fuego del Martes Santo.
Deslumbrado por el sol naciente enfilo la senda de la judería, junto a san Andrés, para internarme por un Callejón del Gato sobre el que planean antiguas leyendas mistéricas, pero también los efluvios úricos que la prostatitis del felino y de algunos transeúntes incontinentes han convertido en un mefítico mingitorio al aire libre poco adecuado a la indudable enjundia del lugar. Son los contrastes de esta ciudad de luces y sombras, a la que resulta imposible dejar de querer, pese a sus defectos, o, precisamente por ellos; que ese es el verdadero amor que jamás prescribe; el que no necesita preguntas ni respuestas, tan solo una escucha atenta, entregada, receptiva, de lo amado. De esta forma jamás podría fenecer.
Al pasar junto a santa Clara puedo oír en la mente el rezo seseante y acompasado de las monjitas allí recluidas, en tiempos en que los monasterios de clausura, como tantas otras cosas, no están demasiados bien vistos desde las colinas romanas. Pienso que sus oraciones, sus austeridades, sus renuncias, son necesarias; poseen un poder que estamos lejos de comprender. No hay un solo acto en el Universo que no influya en su conjunto, y menos una plegaria celeste compartida por labios vírgenes en el helor del alba.
En la plazuela de los naranjos, me siento junto a la fuente, de espaldas a la “Casa del miedo”, para posar la mirada, con pasmada quietud, sobre la grácil espadaña de la iglesia trazada por el mismo artífice de la fachada catedralicia. La escolta, por el campo de batalla celeste, un ejército de jirones nubosos; numinosas telarañas rosadas, evanescentes, que están animadas por una luz que ha nacido en las alturas de Mágina para abatirse sobre una ciudad aún aletargada. Aunque el juego cromático no tarda en extinguirse, resulta un momento irrepetible, pues la verdadera belleza consiste, habitualmente, tan solo en un breve instante cargado de plenitud. La vida está rebosante de ellos. Tan solo hay que tener abiertos los ojos y la mente alerta para alumbrarlos.
La misa de diez está poco concurrida, pero resulta íntima y acogedora. La liturgia es exacta, muy sentida por el oficiante; eso siempre se transmite, lo contrario, también. Durante la celebración mi mirada se desvía, sin poder evitarlo, hacia el prodigio expirante de la capilla lateral, cuyo gesto, hoy me parece, sin saber la causa, menos anhélito que en la Parasceve. A su lado la expresiva dolorosa de Álvarez Duarte, vestida de espera, de un adventus calmo y sereno, aguarda, con sereno recogimiento, los dolores de un parto que será el asombro del mundo, y fragmentará en dos la existencia humana. Las palabras de Isaías, proclamadas por el lector desde el ambón, aceleran mi latido cardíaco:
Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes; decid a los inquietos: “sed fuertes, no temáis ¡He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará…”
Adviento jaenero. Mente avizora que anhela la llegada de una Luz que alumbrará con sus rayos el portal belenita. Pronto se hará carne de nuevo el Creador del Universo. Y entonces nada será como antes, aunque todo nos parezca ser lo mismo. Aunque su venida será un acontecimiento cósmico las muchedumbres esperan sucesos más prosaicos: pagas extras, compras extraordinarias —muchas de ellas, innecesarias— en los supermercados y grandes superficies, comidas copiosas por decreto, amigos invisibles, luces que nada iluminan, ni tan siquiera el temido vacío del propio ser a cuyo abismo nadie está dispuesto a asomarse en esta época, por eso se refugian en pensamientos generales compartidos ampliamente, que no exigen el esfuerzo de ser previamente analizados, pues —como piensa Gómez Dávila, y yo me adhiero a sus palabras—: “El hombre moderno cree vivir en un pluralismo de opiniones, cuando lo que impera es una unanimidad asfixiante”. Así es. En estos tiempos es un pecado —y pronto será delito—, pensar distinto, ser uno mismo. El ojo vigilante del Gran Hermano global conoce cada uno de nuestros pasos. Brigadas especiales marcarán con pintura roja las puertas de los disidentes. Acallarán sus silencios.
Pero muchos, aunque algunos ya no lo confiesen, siguen anhelando la llegada de una luz que rasgue tanta tiniebla. Esperan sin saber que lo hacen. Su vida es un continuo afán de prodigios que jamás cristalizan ante ellos. Flotan arrastrados por corrientes ajenas a su ser personal. Han olvidado nadar en dirección a lo infinito, que es caminar hacia el propio ser. Pero Él volverá a nacer y el miedo no existirá cuando sus piernecitas sonrosadas aventen las pajas que recubren el pesebre. Muchos esperan su venida; es su fuerza mayor. Por eso en tiempos difíciles, confusos, descarnados, no se debe desfallecer. Hay que saber buscar la plenitud de las cumbres sin temor al vacío que se abre a nuestros pies. Conservar la esperanza a toda costa, aunque el que va a nacer sea un estorbo para el mundo moderno, que ya ha dejado de necesitarlo. O quizá por ello.
Paseo por mi Jaén de siempre. Siendo de todos lo considero muy mío. El cielo vierte en cascadas una dorada incandescencia sobre la ciudad; acariciante luminosidad decembrina, derramada por un sol bajo en el horizonte. Se alargan las sombras de personas y cosas; vamos a llegar al solsticio. Pesa la ropa de abrigo. Aún no nos hiela el invierno. Las terrazas están repletas de gentes que desayunan, a la hora del Ángelus, cobijándose junto a las estufas exteriores. Observo cada detalle ciudadano, expectante, interesado. Evidentemente es una ciudad distinta a la de mi infancia. Todo ha cambiado, aunque nosotros sigamos siendo los mismos. La sigo apreciando con ojos de niño, de una época que jamás ha prescrito para mí. Porque “lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa es en ella una maravilla”, como aseguraba Chesterton, frase que jamás he dejado de rumiar en mi interior desde que la leí por vez primera en aquella biblioteca ajardinada junto al Río Genil, colmada de sabor y de promesas incunables, del granadino Paseo del Salón.
Han pasado muchas cosas en mi vida, pero no he perdido la mirada asombrada de aquél párvulo que vivió una infancia íntima, de ojos muy abiertos y corazón desbocado. Aunque ahora observo una villa, que, en estas fiestas tan nuestras y tradicionales se convierte en un remedo de otras costumbres que no nos pertenecen, pero que aceptamos de inmediato, descapitalizando tan hermoso patrimonio de siglos. Es nuestro defecto. Aceptamos Yanquilandia con los brazos abiertos y sonrisa beatífica. Investimos de becas a nuestros “graduados” de la ESO, colmándolos de regalos por tan solo cumplir con su obligación —nada heroica, por cierto—. Celebramos Halloween, descristianizando nuestra festividad de Todos los Santos, y nuestro acervo cultural consuetudinario, caemos presos en la fiebre consumista del Blackfriday. Pronto nos reuniremos en torno al pavo el Día de Acción de Gracias —está al caer, puedo ventearlo—, haremos concursos de Rodeo vaquero a horcajadas inestables sobre mulos y burdéganos, coceantes y cerriles, y jugaremos al futbol americano, vestidos de Michelín y preso de Alcatraz, en los pocos campillos que existen todavía en nuestra topografía urbana. Mientras redondeamos la burda copia, en Adviento ataviamos nuestras calles de símbolos acatetados, extraños por demás a nuestro bosque de olivos: abetos luminosos, bolas de nieve trenzadas, redes heladas, trineos, renos y demás fruslerías de latitudes nórdicas. Todos estos perendengues son un quiero y no puedo que a veces casa admirablemente con esta ciudad adorada, pero insignificante y mimética. Sin embargo en tan quincallera, rutilante y fútil tramoya existen muy pocas referencias al verdadero Misterio que es el origen, no lo olvidemos, de estas celebraciones.
Rendidos al márquetin de otras culturas, decoramos nuestros balcones con personajes blanquirrojos, de luengas y níveas barbas, que los escalan tratando de usurpar un puesto que tan solo pertenece a nuestros magos orientales, aquellos sabios que habían cruzados los arenales, espejos de plata lunar, para caer a las plantas del Rey del Universo. Olvidan que solo Carbonilla, el paje del rey negro estaba capacitado para gatear por nuestras fachadas, abrir sigilosamente los balcones entreabiertos de las casas, y colmar las zapatillas de los niños honestos, de admirables regalos, y de negra antracita las de aquellos que no los habían merecido. Pero, en estos tiempos blandos el carbón no es ecológico, ni sostenible. Ahora todo el mundo, niños y mayores, merecen premio, independientemente de su conducta. Bueno… salvo aquellos que osen pensar de manera distinta al conjunto. Son anatema.
Somos así. Nadie detiene la sangría de nuestras más queridas usanzas, tradiciones que han vivido muchas generaciones jaeneras, para caer rendidos en brazos de la globalización uniforme de comportamientos. El mundo ha cambiado, dicen. Todo es ya distinto. El ser humano progresa indefectiblemente, sin que nadie pueda evitarlo, hacia un paraíso de ángeles laicos que traerán el amor, la paz, la justicia, la uniformidad de pensamiento, y la felicidad absoluta sobre el planeta y resto del Universo. Es el nuevo paradigma construido por el hombre — ya lo anunció la serpiente edénica: “Seréis como dioses…”—. Resulta imparable. Llegará un día —ya comienza a hacerse—, que nos señalarán la frente con una diana escarlata por disentir de la versión oficial, global y lanar, de los asuntos cotidianos. En mayo del sesenta y ocho se prohibió prohibir. Muy pronto se prohibirá pensar sin tutela del Organismo Global, supremo gestor de conciencias. Esta uniformidad insidiosa y ladina nos despersonaliza, roba nuestra identidad, lo más propio de cada uno de nosotros, seres libre, distintos, únicos y valiosos, pensados en la mente de Dios antes del comienzo de los tiempos. Y si hubiera alguna diferencia biológica insalvable ya se encargaría la ingeniería genética de restablecer la uniformidad perdida. Huxley ya lo vislumbró con agudeza en su “Mundo feliz”. Ahora está cada vez más cerca su amarga fábula. Yo, en tales circunstancias, preferiría diluirme en el vacío, como el protagonista de aquella novela, aunque no entrara a ese supuesto paraíso de bondades universales que nos anuncian los custodios de nuestros pensamientos. Más que nada porque creo que me aburriría en él como un pavo en una sesión parlamentaria.
Pero no deseo, en Adviento, aturdirme con esos pensamientos. No quiero perder la esperanza. Y hay muchos como yo. Deseamos que, un año más, se incendie el portal con el fulgor de unos ojos donde están contenidos el brillo inefable de miríadas de galaxias lejanas. Cenaremos en familia, los próximos y los lejanos, cantaremos los villancicos de siempre, mientras las lucecitas del Misterio tiemblen rítmicamente, y el curso del arroyo no detenga su camino, sin miedo al cambio de paradigma y a las factura de Aqualia. Todavía coros de jaeneros, amantes de su tierra, custodios de sus usos y costumbres, interpretarán por nuestras calles los villancicos que antes se entonaban tras la cena. Aún se erigirá algún nacimiento para ser visitado por las gentes que así apaguen un tanto, al contemplarlo, su sed de transcendencia ahora proscrita y aniquilada por tanto y tanto censor de medio pelo. Y, todavía, algunos de nuestros pequeñines velará la noche de Reyes, para, con las primeras lumbreras del día, volar con los piececitos desnudos hacia el balcón y recoger los regalos que le han traído a su portal los magos orientales que se pusieron en camino sin dudarlo al contemplar una extraña luz sobre sus moradas palaciegas. Porque mi Jaén del alma, todavía será en estas fechas, para algunos, una ciudad cristiana que aguarde en este Adviento la llegada de la Verdad a sus confines olivareros, por cuyas sendas desde hace siglos se ha proclamado la palabra divina. Todavía, tras la misa del Gallo, antes de recubrirnos del blanco almidón de los sueños, abriremos el viejo libro de cobrizas pastas de piel, para recordar uno de los hermosos villancicos de Lope que nuestra madre nos leía, en estos días santos, antes de dormir:
Las pajas del pesebre,
niño de Belén,
hoy son flores y rosas,
mañana serán hiel.
Lloráis entre las pajas
de frío que tenéis,
hermoso niño mío,
y de calor también.
Dormid, cordero santo,
mi vida, no lloréis,
que si os escucha el lobo,
vendrá por vos, mi bien…
Todavía, en Jaén, mi ciudad soñada, no hemos perdido la esperanza.