Llueve, serenamente, mientras abro el ordenador y llevo a los labios la taza de café cortado que siempre está a mi vera. Llevamos una semana de abril cuando comienzo a escribir este artículo en una hora incierta, entre dos luces, en que parece costarle trabajo a unas tímidas luminarias del alba, debelar la batalla al amanecer.
Estamos en ese mes que la sabiduría popular define como: “Abril para ser abril, ha de tener aguas mil”, y, desde luego, no ha podido comenzar su curso con más exactitud en pos de las predicciones populares. Abril, del que otro dicho refiere que: “Tiene cara de beato y uñas de gato”, pues, a veces, muestra sus zarpas, de garras afiladas, para sorprendernos con tumultos atmosféricos y alguna que otra helada tardía, de esas que más dañan las plantas, cuyas flores y hojas, aún tiernas, no soportan estos rigores invernales postreros. Mes que resulta azaroso para la agricultura por el granizo y los cambios de temperatura, por cuanto ha hecho vocear al refranero: “Abril, abril, de mil en mil debías venir, porque nos quitas la fruta al principio, a mediados o al fin”.
El día dieciséis, será luna nueva en Aries, para comenzar su fase creciente, en Leo, el día veintitrés. Y el sol entrará en Tauro —mi signo—, el día diecinueve. Estamos en las calendas cuya atmósfera presenta la máxima variabilidad del año, lo que implica que resulte tan difícil afinar los pronósticos meteorológicos, y nos hace fiarnos más bien de barruntos interiores, u opiniones de expertos avezados en la intuición meteorognómica. Y en los hombres de campo, en comunión con él —todavía quedan algunos—, tan acostumbrados a ventear signos ambientales que pasan desapercibidos para la mayoría.
Abril, mes del calendario que los meteorólogos definen como tempestuoso y revuelto, con abundantes turbonadas propias de la estación. En su comienzo siempre suele presentarse una brusca bajada de temperatura —este año ha sido fiel a la tradición—, que puede ocasionar trastornos graves a las cosechas de distintos árboles frutales como melocotoneros, o albaricoqueros — ¡ay del “coque” de mi jardín, variedad galta roja, delicia frutal del mes de junio, consuelo de mi edad provecta!—. Durante todo el mes los periodos ciclónicos son bastantes frecuentes, y las masas de aire, en opinión del geógrafo José Capel, presentan gran movilidad sobre la Península, originándose un mínimo de presión que se traduce en lluvias generalizadas en todas las regiones españolas.
Abril. Antes o después llegará hasta nosotros cogido amorosamente en brazos del donaire y la verde galanura del despertar biológico, anunciando los esplendores de la lúbrica primavera; en la inseparable y fiel compañía de las promesas de una existencia renovada. Por eso es acogido con júbilo cada año este mes del calendario, pues, en palabras de Goethe: “la belleza es una invitada siempre bien recibida”.
Abril, mes agrícola de siembras de maíz, garbanzos, tomates, lechugas, berenjenas o pimientos. Treintena copada de ferias y romerías en nuestra tierra andaluza. Mes de promesas, de renovación de actitudes, de cambios de vestuario, de comienzos de las molestas alergias. Tiempo de inapelables aullidos vitales. Época de corazones que quieren abrirse a un nuevo ciclo fenológico. Quizá por eso los romanos le llamasen, aprilis, que deriva de aperire; es decir, abrir; puede que en alusión a que los primeros capullos florales rompen por estas calendas, como rompe impetuosa la libido humana entre un desmayo de aromas, de rosas y lilas, que dañan el corazón con su caricia.
Aspiro la humedad del ambiente en este amanecer, de un abril lluvioso y primerizo, en que estoy diseñando el artículo para el blog de Antonio Garrido, apurando con pequeños sorbos el contenido de la pequeña taza azul de porcelana; mi favorita. De vez en cuando subo desde la planta baja para asomarme a la puerta del jardín y contemplar extasiado la sublime liturgia del repiqueteo de una mansa lluvia que riega la tierra sagrada desde el mes de febrero, y ha sido compañera infatigable en estos últimos meses. Bis repetita placent.
Recientemente nos han cambiado la hora, rompiéndonos, una vez más, nuestros propios ritmos biológicos. Nos quieren hacer vivir a contracorriente; navegar enfrentados al diseño que la Naturaleza trazó para el control de nuestro tiempo. Aducen razones económicas, aunque yo estimo que ninguna razón podría superar la de que el ser humano se acomodase a sus propios ritmos circadianos; secuencias impresas en el código genético, mediante los cuales, el cuerpo se rige con precisión por los cambios de luminosidad. Batalla que se entabla entre esta hora artificial y la más auténtica, que nos sugiere el reloj interno que está grabado con fuerza en el centro de nuestro ser. Es una pugna despiadada, un choque a veces furibundo, parecido al que entablaron en las altas montañas macedónicas, los dioses titanes de Cronos y los olímpicos que obedecían a Zeus, vencedor al final de tan encendida batalla.
Pero una vez más perderemos la contienda enconada de las razones económicas que son las que parecen gobernar nuestro mundo occidental, porque desde luego cuentan bastante menos las razones económicas de los países del Tercer Mundo, para los cuales no existen cambios de hora que intenten paliar sus mermados recursos ni la situación de pobreza pandémica a la que se ven sometidos de ordinario.
Perderemos la batalla, como estamos perdiendo tantas otras, en un mundo que tan solo se mueve por las claves, económicas y políticas, de aquellos que pastorean férreamente el rebaño, para lucrarse del control de las mentes y el negocio de la lana. Mundo que hace tiempo renunció a la belleza, a la quietud del espíritu, al amor, al arte, a la mirada profunda y benévola sobre personas y cosas. Perderemos la batalla de construir ciudades humanizadas donde no sea tan importante el tráfico rodado como la serenidad anímica de sus habitantes. Perderemos la batalla de la pureza ambiental, y seguiremos contaminando gravemente nuestro mundo exterior. Seguiremos usando, sin tasa ni medida, toda suerte de refinados plaguicidas y abonos sintéticos, en vez de confiar en las defensas de las plantas para hacer frente a todo tipo de enfermedades, o actuar sobre las plagas con controles puramente biológicos.
Me comentaba un amigo, agricultor villariego de avanzada edad, cómo le oía decir a su padre que, en otras épocas, los árboles frutales eran mucho más resistentes a las plagas de insectos, hongos o bacterias, cuando aún no se habían popularizado toda esta colección de productos con los que agredimos continuamente el medio ambiente; venenos químicos que frenan la inmunidad natural de los árboles y, aunque eliminan drásticamente las plagas, contaminan frutas, verduras y legumbres, con consecuencias que aún no podemos ni tan siquiera prever, pero que nos amenazan sombríamente con todo tipo de enfermedades y dolencias futuras. Ahora los frutales son como los niños mal criados de nuestra época, a los que se atiborra de antibióticos ante cualquier amago de fiebre y nunca terminan de reponerse, pues las bacterias se hacen resistentes a los tratamientos continuados, y ellos crecen sin defensas.
Tan solo nos queda el recurso de una agricultura ecológica, que aúne métodos de cultivos tradicionales con técnicas modernas de producción, aunque renunciando por supuesto al arsenal químico con que se fumiga excesivamente nuestro campo jaenero, y que ha despoblado de vida nuestro olivar, pues pasear por sus plazoletas, desprovistas de flores y del armonioso y cada vez más escaso canto de los pájaros, es una experiencia que acarrea cierta sensación de soledad; como si la vida hubiera periclitado en sus contornos.
Agricultura ecológica que ya se está ensayando y que se basa en el respeto al saber agrícola tradicional y a las características ambientales de la zona. Agricultura que propicia la diversificación y rotación de cultivos, y hace prevalecer, frente al arsenal químico, recursos locales renovables como el estiércol de establo, los abonos verdes, o el control biológico de plagas y enfermedades. Arte sabio que desprecia las especies transgénicas, y evita la continua contaminación química a la que se ve sometido de ordinario el sufrido labrador que pone a medio plazo en grave riesgo su vida por el contacto con tanto producto tóxico, evitando además que se incorporen a la cadena trófica de los alimentos, para acrecentar, de esta forma, un drástico y constante envenenamiento de la población.
Ha venido abril, pese a la lluvia fecunda, con un canto de esperanza en sus labios; homenaje natural del calendario a la vida, esa vida que ante todo es espontánea, sencilla y natural. Para vivir no valen las sofisticaciones tan solo hay que abrir los sentidos y escuchar atentamente con los ojos del alma. Decía Goethe que: “el negocio requiere seriedad y fuerza, la vida tan solo requiere espontaneidad”.
Espontaneidad; es decir, autenticidad. Porque la soledad radical del hombre, como pensaba Ortega: “no es estar solo en el mundo, sino justamente lo contrario, estar en medio del Universo con todo su infinito contenido”. Por eso es un difícil arte a lo largo de la nuestro periplo vital, conservar la propia identidad en medio de la multitud y el rebaño. De esta forma podremos vivir la vida que nos ha sido encomendada, eligiendo en cada momento la opción precisa que nos conceda, al menos, la dignidad de conducta y la ataraxia de espíritu.
Llueve pausada, tiernamente, con una mansedumbre exagerada que presagia posteriores violencias. La cúspide de Jabalcuz está oculta a las miradas, embozada en una densa capa de niebla. El prodigioso mirador de su cima, desde el que puede obtenerse una amplia postal de los campos jaeneros, se esconde hoy a las miradas de los que buscan en él una clara referencia de la meteorología de la ciudad. Portentosa visión de nuestros alrededores obtenida en días diáfanos que hizo exclamar al visir del siglo XII, Abu Amir Ben al – Hammara:
“Los caseríos andaluces surgen entre la vegetación como blancas perlas ocultas entre esmeraldas…”
Abril nos ha llegado de improviso bajo un cielo turbio y un ambiente húmedo y frío. Con él, oculto entre los pliegues de sus rotundas alas, sobrevuela de nuevo el mágico aleteo de la vida. Hay que saber atraparla, quedarse con ella, limar sus aristas, sumergirse en sus sueños plenos de promesas, aspirar hasta el fondo su aroma, y soñar, sobre todo, soñar con los ojos bien abiertos, en fecunda alquimia de lo consciente e inconsciente…Y más que nada, seguir aprendiendo a vivir, cada día, con una ilusión sostenida y fuego ardiente en la mente y el corazón. Merece la pena. Y hacerlo apasionadamente, sin descanso, para que de nuestra conducta se haga eco la encendida sentencia de Publio Siro: Amor animi arbitrio samitur non ponitur. “Hemos elegido amar, pero no podremos elegir cuando dejar de hacerlo”