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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Es Nochebuena y el hombre camina por la zona moderna de la ciudad. Atrás dejó las viviendas humildes de la parte alta. Está contento, pues sus moradores, aunque carecen de los recursos más elementales, están felices. Muchos pagan la luz con gran esfuerzo o la sustituyen por una lumbre. Cerca está la montaña y las ramas secas donadas por los árboles son el combustible que los calienta. El villancico nace de la voz de los más viejos y los niños asombrados aprenden las letras en las que el nacimiento de un niño pobre trae la vida. Piensan que ellos son aquel niño y que algún día recibirán los mismos regalos y saldrán de su pobreza.
Sin embargo, en la parte rica de la ciudad, las cosas son muy diferentes. Nuestro hombre, alzado por una fuerza invisible, llega hasta las ventanas de las viviendas. Los grandes y nuevos edificios han modificado el paisaje originario. La belleza del valle ha sido sepultada por estas moles de cemento. En su ascenso ha podido contemplar la abundancia de las mesas de los salones; las familias sentadas apenas cruzan palabras, atentas a otras cuestiones digitales. Y el villancico no se canta. Los mayores olvidaron las letras y a los más jóvenes no les interesan unas tradiciones que consideran obsoletas.
Pronto comenzará la Misa del Gallo. Y el hombre piensa asistir. Necesita hablar con el niño Dios que pronto va a nacer. Lo que ha visto esta noche le ha descosido el alma.
Antes de entrar en la iglesia, espera paciente en la puerta. Los mismos que cenaban en sus suntuosos salones, apenas lo miran. Ocupan orgullosos los primeros lugares de los bancos.
La misa del Gallo es la excusa que creen que los salva.

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