Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / El valle era su camino por el que transitaba cuando tenía que evadirse. Situado entre las peñas de Castro y el monte de Jabalcuz, se caracterizaba por su bosque de pinos que invitaba a la reflexión y a la melancolía. Muchos hablaban de que se trataba de un lugar encantado, pues en su vaguada arrojaron muchos cadáveres que fueron fusilados en la guerra incivil española.
La fauna, especialmente hermosa. Destacando la belleza del zorro y la majestuosidad del águila que tenía su refugio en la sierra. En este valle existía, también, un fundo muy antiguo que pertenecía a una familia de rancio abolengo. En él había una casería de piedra, aunque en realidad se trataba de un palacio.
A este lugar se dirigía Alberto cuando su alma estaba un poco encogida, y no encontraba su habitual sosiego.
Alberto estaba casado y era padre de dos hijas, Su mujer y las niñas eran las flores por las que vivía. Al principio, cuando conoció a Elena, supo que sería la mujer de su vida y que su amor siempre iba a durar.
Maestro pintor, sus cuadros han sido expuestos en las mejores galerías de arte del mundo. Y algunos museos ya reclaman sus obras, para que formen parte de sus colecciones permanentes. Nunca pensó que su pintura llegaría tan alto. Sabía que tenía el don. Pero, para él, pintar era una diversión, una vía de escape.
Sin embargo, sus visitas al psiquiatra al comenzar su adolescencia, hicieron de esta vocación su profesión, Todo comenzó con el divorcio de sus padres. Al ser hijo único, el conflicto familiar fue una losa difícil de llevar.
Pero Alberto, como todos los pintores, era un ser con luz.
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He dejado el reloj en casa, voy a orientarme por el sol, como me enseñó mi abuelo.
Pronto llegará el atardecer, desde el valle el ocaso de naranjas es, para mí, el espectáculo más increíble que nos proporciona la naturaleza. Es una especie de tránsito de un mundo a otro. No sé por qué, pero pienso que es una puerta para alcanzar el conocimiento que se nos tiene vetado.
Es verano, casi finales de julio, y todavía se puede dormir al raso. A veces, sueño que traspaso esa puerta, y veo a Dios. Aunque en ese camino, antes me encuentro con mis abuelos. Ellos me reciben y me acompañan hacía ese ser que nos creó para hacer el bien, aunque hagamos todo lo contrario.
El camino es un sendero de luz. En el mismo veo a personas que ya no están y que han hecho algo bueno que ha repercutido en mí. También me encuentro con personas que han tenido un mal comportamiento conmigo, y me piden perdón.
Sin embargo, yo también he cometido errores, y en este camino puedo subsanarlos, presentando mis disculpas a estos seres que veo en el sueño. Sé que este sueño será real cuando me muera.
Esta noche he dormido en el valle, y he vuelto a tener el mismo sueño. Desde aquí se ve salir el sol. Es majestuoso cuando asciende por el monte Almadén.
Tengo a mi lado los enseres de la pintura, quiero pintar el amanecer. Aún no se ha ido la aurora. Pienso en pintar la muerte para que después venga la vida. Pues el crepúsculo es el paso de la muerte a la vida. Cada vez lo tengo más claro.
Solamente tengo un miedo. Una espina que todas las noches me pincha cuando voy a abrazarlas: mis hijas, como todos los seres humanos, tendrán que morir algún día, Yo espero morir antes. Le pido al Santísimo que me lo conceda. Pero le suplico, también, que una vez que ellas abandonen el mundo, vuelva a verlas en ese lugar que conozco en mis sueños. Elena y yo tenemos que ser esos seres de luz que las reciban.
Por eso tenemos que celebrar la muerte como un paso más de la vida.
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Alberto es un iconoclasta. Huye de todas las convenciones sociales y cree firmemente en la igualdad. Para él no hay distinciones, siempre que hay reciprocidad y respeto entre las partes. Por ello, cuando se enzarza en una discusión con otra persona, aunque él crea que lleve razón, se siente mal por haber participado en una situación que sabía que podía generar un conflicto, Y Alberto empieza a rumiar. Quiere perdonarse y no es capaz. Este es el caballo de Troya de nuestro amigo, su talón de Aquiles.
Hace poco que ha amanecido. El cuadro ya tiene forma. La composición, con el fondo azul, dota a la pintura de atemporalidad. Ahora solo falta elegir el tono que describa el sueño. Esto es lo realmente difícil.
El pintor ha dejado los pinceles. Comienza a pasear por el bosque de pinos. Se dirige a la cima de las peñas de Castro, Va a la ermita a rezar, a pensar. A pedir por su mujer y por sus hijas. Más que un pintor, parece un poeta. Su melancolía es también un estado de felicidad.
En el camino de vuelta, se ha encontrado con un zorro que lo acompaña. El animal parece querer hablarle. El zorro tira de él, y desvía su camino. Alberto se deja llevar, van directos a una gruta. El zorro se aleja, no entra. El pintor desciende. Después de varios minutos, ve en una de las paredes una pintura con un color que conoce, el color que ha visto en sus sueños. Mira la pintura, piensa, estudia su composición. Cómo se consigue este color, se pregunta. Por fin, tiene la respuesta. Cree que puede realizar la mezcla.
Sale de la cueva camino del lugar en el que está su cuadro. Ya tiene el amanecer, ya tiene el portal del conocimiento.
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El sol ya está en el Mediodía, voy a ponerme en camino. Me esperan para comer.
Qué suerte la mía, al tener una mujer como Elena que acepta todas mis excentricidades. No sé qué sería de mí sin ella. Ella es mi verdadero refugio, y no la pintura. La pintura sólo me da prestigio. Sin embargo, Elena me da amor, fuerza, esperanza. Y, sobre todo, dos hijas maravillosas que llenan de alegrías nuestras vidas.
Tengo ganas de estar en casa ya, de abrazarlas. Esta noche dormiremos los cuatro al raso. Iremos de acampada a la Cruz de la Chimba. Hay luna llena. Y el valle del Quiebrajano se verá con todo su esplendor.
Esperadme, llego pronto. Siempre, vuestro.