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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Hace un rato que acaban de dormirse. Los fines de semana, en el campo, son agotadores para ellas y para nosotros. Duermen plácidamente, después del cuento que les ha narrado su madre.
Ella tiene el don de la inventiva, y los cuentos que improvisa conquistan a las niñas. Y su tránsito al sueño es algo muy hermoso.
Últimamente, leo a muchos compañeros y amigos. En sus textos hay una cierta deriva hacia la nostalgia, hacia el pasado. Como si quisieran detener el tiempo, y no seguir contando historias. En definitiva, no ir acumulando años. Pues, creo que piensan que ya han gastado la mitad de su vida, y que lo vívido era mejor que lo que está por venir.
Yo pienso todo lo contrario. A mí, mirar al pasado me produce tristeza y desamparo. No me siento cómodo recordando ni incluso los momentos buenos.
Mi camino se enderezó cuando conocí a mi mujer. No siento nostalgia por las reuniones, por las fiestas habituales que van desde que cumples los veinte hasta que superas la treintena. Incluso sufro cuando recuerdo a algunos amigos. Su propia manifestación en mi memoria me causa una pequeña depresión.
Ahora, toda mi capacidad se centra en Natalia y en mis hijas. Siento una curiosidad enorme en saber cómo serán de mayores.
La vida consiste en mirar hacia delante y disfrutar del presente.
La otra noche, mientras las dormía, me exigieron que no me convirtiera en un anciano, que ellas eran todavía muy pequeñas. Realmente, me lo dijo Julia, la mayor.
Fue de las cosas más bellas que le pueden pasar a un padre. Por esto, y por muchos motivos más, es necesario romper con ese pasado que, de vez en cuando, se aparece en tu presente cotidiano, y no sabes cómo hacerlo o no te atreves.
En el próximo concierto, tengo que estar preparado. Las noches, junto con la mujer que más quieres, no pueden estropearse.
A partir de ahora, prometo ser más valiente.
Se lo voy a prometer a Bach, con él si iría al pasado.

MPLA

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