Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Un hombre camina solo. Estoy confundido. Pienso que soy yo. Lo veo desde el cristal de la ventana. Se parece ciertamente a mí. Abajo, en la plaza, se reúnen los sin nombre, aquellos a los que la vida ha desterrado de su memoria. Son parias que nadie puede y quiere salvar. El juicio de la moral ha caído sobre ellos y su sentencia es la que da sentido a la existencia de una inmensa mayoría.
Escribo desde la penumbra para saber quién soy, para descubrir mi verdadero camino. La contradicción es un puñal que se clava y me hiere, pero no es capaz de acabar conmigo.
El hombre ha parado de caminar y penetra en el ágora. El lugar es similar a los escenarios descritos en las primeras novelas de Dickens. La niebla se posa en el suelo y él desaparece de mi campo de visión. Estoy tentado de bajar y contarle lo que opinan de él. Estoy agotado, los ojos se me cierran, apenas puedo controlarlos. Sigo escribiendo porque necesito saldar una deuda con él. Ha desaparecido entre la piedra y los árboles.
Es finales de octubre. Todavía queda mucho para que lo maten y vuelva a resucitar. Antes tiene que nacer y llevar su pobreza entre nosotros y así empezar a regar nuestra conciencia con la caridad, que se alargará hasta un poquito antes del verano. Berlanga fue el primero en detestar y criticar esta argucia creativa de la burguesía. Yo creo que he sido como ellos, por participar en sus asambleas y reuniones. Mi naturaleza es otra; mi alcurnia no existe y mi apellido viene de un árbol que solo se ha regado con la humildad y con el trabajo.
Considerando lo anterior, entono el mea culpa por formar parte de ese teatro. Este desánimo podíamos definirlo como parcial. Siempre he mostrado mi disconformidad en muchas obras que se han llevado a cabo y nunca he sido aceptado por la oligarquía gobernante.
Voy a bajar a la plaza y hablar con él. Esta noche no dormirá solo. Le haré compañía, si me deja. Es mi Plácido particular.
Acabo de cumplir 46 años, más de la mitad de una vida. He visto cómo en sitios en los que la finalidad es el amor y la ayuda al prójimo se ha cumplido justo lo contrario. La lucha por el poder ha sido una constante. Asimilar tal cuestión por parte de los plenipotenciarios es la táctica a seguir. El mensaje se ha tergiversado y no ha habido otra opción que asentir. Si alguien se desviaba del camino establecido, el destierro era su final.
También he conocido cosas buenas y, sobre todo, existen personas que son fieles al mensaje verdadero y continúan la lucha para convertir la igualdad en el principal objetivo.
La poca luz que queda se muere entre los muebles del salón.
La lluvia acaba de aparecer. El hombre solo vuelve. Esta vez dirige su nostalgia hacia el cantón de la Ropa Vieja. Pronto llegarán los Santos y la campana llamará al silencio y a la muerte. Se cobija en la piedra, ha dejado de llover y el adoquín guarda el agua en los charcos. Los mismos que reniegan de él le han dado algo para comer.
Salían del lugar en el que se reúnen y era necesario calmar su espíritu. Pero, ¿por qué en vez de darle monedas no le dan amor? ¿Por qué no lo tratan como un igual? Bienaventurados los que son pobres, pues ellos serán los que mantengan el negocio de la caridad.
Las velas, que recuerdan a mis muertos, están a punto de apagarse. La habitación de mis abuelos ronda entre mis recuerdos. Veo arder las mariposas y cómo el aceite salpica y mancha el suelo. Han vestido sus vírgenes de negro. Le echan todas sus cargas a ella, como si no tuviera bastante con la agonía de su hijo. Aún sigue en el cantón. La campana ha dejado de sonar. En el camposanto olvidado danzan los muertos que todavía no han subido al cielo. Por fin sabemos que el purgatorio se encuentra en la tierra. Los plenipotenciarios cenan alrededor de una mesa. El elitismo será la mortaja que nos arrojen esta noche.