Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Quiero volver ascender a lo más alto de la montaña y, desde la cima, dar gracias a Dios por todo lo bueno que me está pasando.
Me llamo Juan, y hace más de un año me detectaron un pequeño tumor en la pierna. Siempre he sido un gran senderista. La poética de las montañas, con sus barrancos y valles, hacen que la vida merezca la pena. Sin embargo, no somos conscientes hasta que la realidad nos pone a prueba con una inmensa cruz.
El tumor, a pesar de ser pequeño, podía ser un poco rebelde y era necesario intervenir lo antes posible. Al principio, en la primera fase de la enfermedad, piensas que no lo mereces, después aceptas que tienes que luchar y sufrir. Nunca lo había pensado antes, pero el sufrimiento, quizá, sea la flor más necesaria para nuestra redención.
Vivimos en un primer mundo esclavo de la inmediatez y del consumo. De pérdida de valores y de las malas formas. Un primer mundo que sigue expoliando a los países más pobres. Estigmatizados con su condición perpetua de colonias, a pesar de haber conseguido su independencia política hace mucho tiempo. Detestamos al emigrante, porque pensamos que viene a quitarnos nuestro puesto de trabajo, cuando realmente sabemos que no es así. Pero este odio, al que viene de fuera, también se manifiesta dentro de nuestras fronteras nacionales, cuando vemos cómo algunas comunidades autónomas, en su afán de exigir un mayor autogobierno, esquilman los derechos de otros territorios del Estado Español. Cataluña y el País Vasco son un claro ejemplo de lo anterior. Su nacionalismo rancio impide el progreso social que todos queremos.
Así pues, pienso que de algún modo tenemos que pagar nuestros errores colectivos de forma individual. Y a mí me ha tocado luchar contra esta enfermedad.
Tengo la costumbre de desayunar en la calle. Siempre elijo la terraza de un bar con unas vistas muy bonitas. Enfrente, se levanta una de las catedrales más hermosas de este país, construida a la mayor gloria del Creador. Detrás de ella existe la montaña a la que quiero volver a subir. En su pico existe un árbol, y a su lado me gustaría poder clavar mi cruz, y dejarla ahí para siempre hasta que el Creador me llame.
En uno de estos desayunos conversando con mi amigo Pepe, del que siempre aprendo, él se ha referido a la ausencia en este país de un relato común, que nos una como nación, a diferencia de otras de nuestro entorno que sí lo tienen. Para mi amigo, nuestra cohesión moral, fraternal y social para poder configurar ese relato que nos impulsaría como nación sería la sanidad pública. La verdad es que, cuando lo ha dicho, he sentido una profunda alegría por lo acertado de su reflexión. Lo que debería unirnos a los españoles es la cuestión social y lo que no debería desunirnos es la cuestión territorial.
Sin embargo, somos engañados continuamente, con la gran ayuda de muchos medios de comunicación, alejándonos de lo verdaderamente importante. Y lo peor es que se nos olvida.
Me quedan unas cuantas sesiones de quimioterapia. A pesar de la dureza del tratamiento, estoy contento. El personal sanitario que tenemos en mi ciudad es una maravilla. Desde este pequeño texto quiero mostrarles todo mi amor, pues ellos, también, me dan amor.
Hace poco he conocido a otro paciente, su nombre es Alberto. Se dedica al noble oficio de la poesía.
Me va a acompañar hasta la cima de la montaña. Cuando lleguemos le pediremos música a las nubes.