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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / A través de mi ventana que ciertamente puede ser la tuya, al tiempo que la tarde se enhebra con la noche mediante el ocaso, acércate a mi lado y observa el viejo Jaén: no tardes.

Desde este palco privilegiado, mira igual que en una película en blanco y negro las bondades de esta ciudad donde el reino se hizo santo a la vera de la Santa Faz de Cristo.

Lo primero que ven tus ojos en este mágico visionado es la catedral donde el peregrino supo ver por primera vez la cara de Dios: templo mayor inmortalizado en verso por el poeta Bernardo López. No hay tregua, el metraje no es largo ni corto, es sencillamente bello.

La delicada calle Maestra, tan hábil como una partida de damas, te invita a profundizar en las fauces del lagarto: arco de San Lorenzo, iglesia de la Merced, iglesia de San Juan, convento de Santo Domingo, iglesia de la Magdalena…

Duérmete en las entrañas del lagarto, déjate acunar por su corazón de historia y añoranza.

Imagina esa escena tan hermosa, tan roseliana, en la plaza de tu infancia, donde la armonía de lo antiguo se mezcla con la belleza de lo nuevo.

Piensa en el protagonista: eres tú, el residente, el que mora en las entrañas del lagarto. Crece con las bondades del animal, ámalas, Cuida de su granítico órgano para que el animal despierte de su letargo y nunca muera.

Y Jaén nunca sea una ciudad de raudales perdidos.

A Paco Carrillo

En el tajo

El viento no dejó de aullar en la noche, mientras la llama crepitaba en la lumbre ajena al ajetreo de las primeras nieves.

Julia y Emma terminaron de vestirse. Sus ropas las habían heredado de su bisabuela.

Eran las típicas de una jornalera.

¡Qué pena que no estuviera aquí! -, pensaron.

Por fin, iban a echar el deseado jornal de aceituna, su rito iniciático en este mundo de hombres de manos rudas, de mujeres fuertes como la tierra.

El olivar se hacía escarcha en la profundidad del valle y el sol dormitaba en lo más alto del cielo.

Llegaron al tajo como unas más. Sus caras mostraban serenidad y miedo. La aceituna esperaba con impaciencia ser recogida, tornarse en aceite y ser el sustento del hambre y de las esperanzas de muchos.

A su lado, siempre el abuelo, vigilando cada caricia que al olivo daban. La vara parecía una llave que abría el tesoro prohibido de la oliva. Y el tronco, al verse bien tratado, se dejaba querer y las aceitunas caían con armonía.

Pronto la llama del ocaso adivinó el fin de la jornada. Las huellas de Julia y Emma se grabaron en el suelo del valle, para ser testimonio de una nueva sangre de jornaleras.

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