Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / A ti, Señor, me encomiendo. A ti, Señor, me dirijo. Ahora que estoy solo, a tu lado, viendo tus ojos que pronto serán reos del teatro que en tu nombre se celebra en las calles, abarrotadas de incienso y vacías de piedad.
A ti, Jesús de los Descalzos, escoltado siempre por la Verónica y San Juan, tu lugarteniente, al que apartaron de la función. A ti Señor, te ruego que intercedas con tu Padre que está en los cielos. No es necesario que le pidas que llueva como hace poco tiempo, o que le digas que no llueva, para que se celebre la procesión.
Te imploro, a ti Señor del Camarín, que le digas al Padre que cese la guerra, esa que a nadie le interesa.
Estas palabras anteriores, esta súplica se ha quedado grabada en el alma del poeta. Todas las tardes, cuando el ocaso cae, sale a dar el paseo que lo alivia, y algunas veces acude a ese lugar que se construyó con sangre y guerra.
Son palabras suyas. El bardo ya no es capaz de hacer versos, y piensa si alguna vez supo hacerlos. De lo que sí está seguro, es de haber disfrutado de las cosas pequeñas de la vida.
Es tiempo de Cuaresma, va con más frecuencia a rezar. Le gusta orar cuando apenas hay gente. Su edad ya no importa. Sabe que pronto irá con Él.
Ama a las cofradías. Según él, es una institución fundamental en la vida de todo cristiano.
Sin embargo, recela, a veces, de los que mandan. El poder es una baraja que algunos no saben sostener. Pero confía, y piensa que, todavía, tienen tiempo de recapacitar.
Nuestro trovador, como sabéis, se llama Alberto. Lo han convertido en un furtivo, parece que solo puede ver al Señor desde las sombras.
Pero está muy contento. Él busca a Jesús desde la clandestinidad, desde la oración y el silencio. Y, ahora, por fin, se atreve, y quiere ser como el Jesús del Evangelio. Y desde la denuncia, nuestro amigo penetra en el corazón de la batalla para defender a los más débiles, a aquellos que nadie nombra.
Él sólo quiere denunciar la hipocresía, reclama el derecho a la vida de los desheredados de la tierra que, cuando mueren en una tierra que no es Europa, no interesan.
Es de noche. Baja Carrera de Jesús abajo con sus penas. Se los encuentra. Esta vez no se va a cruzar de acera. Que se cambien ellos, piensa.
Y piensa, también, en esos niños que ni siquiera han tenido la suerte de quedar huérfanos. Esos niños están muertos. Más de diez mil, masacrados por el fundamentalismo, por la garra de un fanatismo que Dios nunca quiso.
Y sigue pensando. Y sin apenas darse cuenta ya está en su casa. No tiene ganas de cenar. Coge un libro, regalo de un amigo, también poeta, aunque de los buenos. Es un poemario, o mejor dicho una recopilación de poemas: sonetos fundamentalmente.
El poeta está obsesionado con los acentos, con el ritmo del poema. Quiere seguir aprendiendo.
Lee unos cuantos, y se da cuenta de la fuerza de la poesía.
Y, otra vez, rumia. Y se pregunta por qué, desde esta sociedad nuestra tan cristiana, no se denuncia la guerra que tantos niños ha matado.
Y, cuando ya no puede más, se duerme. Y sueña con Jesús. Y ve cómo esos niños están al lado de Dios Padre.
Y en el Camarín, Jesús de los Descalzos espera que la tarde llegue pronto para ver a su amigo.