Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /
(Este sueño es real, siempre es soñado por un amigo)
Las personas, a veces, pueden tener tantas contradicciones que no sabes si pueden ser personajes de un cuadro de Van Gogh o actores de alguna tragedia shakesperiana.
Esto es lo que le pasaba a un chico que se llamaba Vicente. Desde pequeño, lo llamaban Grietas, pues tenía la manía de meter los dedos de su mano en cualquier cavidad que se encontrara en las paredes, en las calles, en las paredes de su casa o en cualquier otro lugar.
Su abuela pensaba que este comportamiento tan estrafalario lo había heredado del abuelo que siempre estaba metido en los más diversos agujeros, y siempre tenía que salir corriendo.
Los padres de Vicente, preocupados, lo llevaron al psiquiatra que, curiosamente, tenía la consulta en la calle de la Cantera, en una casa hecha toda de piedra.
El doctor, cuando vio a Vicente, no dudó en dar su diagnóstico. El pobre chaval padecía el síndrome
de las minas, por lo que el galeno le recomendó que se comprara un juego de tente. Y, si al final resultaba ser un chico aplicado, sacando buenas notas en el bachillerato, le recomendaba que estudiara Ingeniería de Minas. Le auguraba un buen futuro como descubridor de agujeros imposibles.
El padre de Vicente para más inri suya, también se llamaba Vicente, y su profesión era la de albañil. O sea que la historia, día a día, se agrietaba más.
Orientado por la cátedra de su padre, el joven descubrió las grietas más inverosímiles.
Todos los fines de semana, padre e hijo salían a la sierra en busca del tesoro perdido. Y la cosecha era muy buena pues, gracias al tesón de la pareja, se descubrieron gran cantidad de abrigos rupestres en la provincia, en los que había magníficas pinturas de la prehistoria.
Fue tan llamativo el éxito de la pareja que, también, los llamaron para la búsqueda de agua.
Se convirtieron en unos afamados zahoríes.
La habilidad de hacer grietas los llevaba hacía los acuíferos más profundos.
Así transcurrió la vida de Grietas, hasta que se hizo hombre y contrajo matrimonio con su novia de toda la vida que era dentista, por eso de combatir los agujeros de las caries.
La vida de estos recién casados también giraba en torno a los agujeros.
Sin embargo, esta obsesión les impedía tener un lugar ideal para poder vivir.
No eran capaces de vivir más de tres meses en el mismo lugar. En todos los inmuebles que habitaban encontraban alguna raja por minúscula que fuera. Y sin avisar, rompiendo las normas de cortesía y jurídicas, abandonaban la vivienda, dejando al propietario totalmente confundido y desamparado.
Vicente y su compañera no atendían a razones. Y, amparados en la sabiduría de Vicente padre, menoscababan los derechos de aquellos que obraban con buena fe.
Animados por un amigo común, que tenía una empresa de construcción, la pareja fue a la consulta de un célebre psiquiatra.
Este al verlos, les preguntó por todas las grietas y cuevas de la Sierra Sur, pues tenía ganas de hacer una excursión con el objeto de aumentar su conocimiento sobre las nuevas pinturas.
Después, les dio su diagnóstico. Vicente y la señora salieron muy convencidos: tenían que comprar una casa en la que hubiera una grieta, pero que la misma no afectara a la estructura del inmueble.
Así pues, emprendieron la búsqueda de la casa. La ilusión de la pareja era vivir en un adosado familiar, con el que poder hacer cumplir su sueño de tener una piscina. Y de este modo, pusieron su deseo en manos de una inmobiliaria de la ciudad que, rápidamente, les encontró la casa de sus sueños.
La misma estaba orientada al sur, aunque en realidad toda la casa miraba a algún punto cardinal. Por lo que la luz se colaba por todas las ventanas.
Estaba situada cerca del río, y tenía una salida a la autovía. El lugar era magnífico y estaba muy cerca del nuevo centro comercial que, recientemente, se había abierto en la ciudad.
Al bueno de Vicente y a su esposa les gustaba pasar el día en estos lugares en los que el aire acondicionado y la calefacción salían gratis. El turismo de los centros comerciales les fascinaba.
En el momento que vieron la casa, se sintieron realizados. El adosado estaba en perfectas condiciones, con su grieta correspondiente en la parcela. Y conocida por Vicente, antes de realizar la compra. Todo salía como el médico de salud mental había pronosticado.
La feliz pareja tenía su casa con su grieta.
Sin embargo, hay alguna fuerza misteriosa que todo lo cambia, que todo lo envuelve. Y la luz inicial se torna en oscuridad.
Vicente, todos los días, hablaba en sueños con la grieta. Su obsesión seguía en aumento.
Un día, estando en la casa, la grieta le habló y le explicó el coste que supondría su arreglo.
La grieta, alarmada, quería dejar de ser raja, de ser un simple agujero, y convertirse en una pared firme y poderosa. Estaba cansada de que el agua se filtrara por sus entrañas.
Al oír los lamentos de la piedra, Vicente se conmovió y, asesorado por su padre, comenzó a tapar la grieta.
Las obras iban ya muy avanzadas cuando el chaval cambió de idea y dejó un pequeño resquicio por tapar, pues necesitaba ver algún agujero para que su vida tuviera algún sentido.
El dolor de la grieta fue enorme. Su sueño de convertirse en una pared de orden no pudo llevarse a cabo.
Y tal fue su enfado que la grieta, por sí misma, comenzó a agrandarse. Y un día que Vicente fue a contemplar la belleza del agujero, éste se abrió y, en lo que dura un suspiro, absorbió al bueno de Vicente.
Por fin, el muchacho estaba donde siempre había querido estar, escondido del mundanal ruido.
En la grieta de sus sueños.