Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Caían como racimos, como cuando una tormenta arrecia. A él, las bombas estuvieron a punto de derrumbarlo y destrozar su cuerpo. Sin embargo, tuvo suerte y pudo refugiarse en el portal del edifico más grande de la plaza. Al entrar, pudo ver cómo había más gente con su mismo miedo. Al fondo, en lo último del rellano, lo sollozos de varios niños rompían el silencio. Las madres, a duras penas, contenían el pánico de las criaturas.
Quince minutos duró la travesía de los aviones por un cielo que se tornó gris. Salieron por la parte sur de la ciudad. Solo fue un aviso. En principio, ya no vendrían más a esta capital de provincias.
La visión de la plaza era apocalíptica. El terror se había impuesto a la cordura, a la bondad, al amor entre los pueblos. El libre albedrio de los hombres fue, quizá, el regalo más trágico que otorgó el Creador.
Pedro no estaba afiliado a ningún movimiento que se disputaba el poder. Él sólo era esclavo de la literatura. Su afición a escribir se estaba convirtiendo en una peligrosa obsesión. Sabía que tenía mimbres, pero también que debía ir con tranquilidad. De vez en cuando, cuando lo solicitaba algún diario local, escribía artículos de opinión, cuentos… en los que manifestaba sus ideas de forma sincera. Esto, casi siempre, le traía problemas. Pues sus escritos no contentaban a ninguna de las partes. Sabía que estaba señalado.
Pronto comenzó una caza de brujas en las redes sociales. En la lista de las dos facciones en conflicto aparecía su nombre. Al verse, se acordó del escritor Manuel Chaves Nogales.
Al igual que el literato que denunció los atropellos cometidos por los dos bandos en la Guerra Civil Española, Pedro, a través de sus textos, dejó muy claro los abusos cometidos por ambas facciones.
Al salir del portal, la visión de los cuerpos, con sus miembros desmembrados, destrozó su alma. Sabía que tendría que publicar un artículo denunciando el bombardeo. Pensó que podía ser el último. La idea de exiliarse empezó a rondarle la cabeza.
Abandonar la tierra que le vio nacer era un precio demasiado duro, pero estaba dispuesto a hacerlo. Denunciar los hechos, que estaban rompiendo la convivencia entre hermanos, lo consideró como un deber fundamental.
¿Qué tendrá el poder que corrompe las almas de las personas? Mientras se hizo esta pregunta, se dirigió a una iglesia, el único lugar que se respetaba.
La iglesia era majestuosa, tres fachadas de tres estilos diferentes la adornaban. En su interior las vidrieras permitían el paso de la luz, y sus dos naves llamaban al paseo silencioso y contemplativo.
Estaba solo, la gente después de acabar el bombardeo se había ido a sus casas. La iglesia estaba en una hermosa penumbra. Se dirigió a la capilla en la que estaba la Virgen, y rezó.
Estuvo orando durante mucho tiempo. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. La visión del cuerpo del niño muerto en la plaza no se le iba de la cabeza.
Sin embargo, lo más asombroso estaba por llegar, el milagro estaba a punto de producirse: la luz de la capilla multiplicó su intensidad, iluminando toda la iglesia, y una voz melodiosa le habló.
Fueron cinco minutos de sagrada conversación, en los que Pedro supo que había vivido una existencia plena. La angustia que lo perseguía desde que se inició el conflicto despareció.
Al llegar la noche, desde su portátil, escribió los hechos que presenció en la mañana. El texto alarmó a los talibanes de las redes sociales. La caza comenzaba.
Esta noche durmió plácidamente. Soñó que el enfrentamiento acababa y la armonía entre sus compatriotas volvía a reinar.
Al alba llamaron a la puerta. Se lo llevaron a la fuerza.
A la par que las campanas de la iglesia repicaban, lo fusilaron.
Murió con una sonrisa. Enfrente lo esperaba la Señora. Pedro se levantó y cogió su mano.
Las campanas siguieron sonando. Esta vez, nadie las tocaba.
Foto: Archivo Histórico Provincial. Bombardeo sobre Jaén, el 1 de abril de 1937.