Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / La luz, que parece querer salirse de la lámpara de pie, es blanca. Y su juego de sombras crea una atmósfera mágica para nuestro protagonista, estimulándolo a escribir. Apenas tiene muebles en el apartamento: un catre en el que dormir y una mesa con sus sillas de compañía. La comida la trae de casa de sus padres. La madre vela y cuida del niño.
Hace viento, el mes de enero está a punto de llegar a su mitad y San Antón pronto llenará de lumbres las plazas de la ciudad. La madrugada está siendo de vino y rosas. Lleva escribiendo compulsivamente desde la medianoche. Sin embargo, no está contento con el resultado. No avanza en su historia. Le gustaría ser un poco más directo, imitar el estilo inglés. No lo consigue. Se estanca en disquisiciones que piensa que no le llevan a ningún lado. Pero se equivoca, pues esas reflexiones le conducen a una escritura en la que prevalece la estética.
De pronto, comienza a nevar. Al principio los copos son muy tímidos, temerosos de dañar la belleza de las plazas de la ciudad antigua. No se atreven a acelerar su caída y dejar de volar. Pero el alma de las nubes que los gobiernan es más poderosa y gana la batalla. La nieve se convierte en alfombra y cubre el suelo de la parte alta de la ciudad.
Isidoro ha dejado de escribir, se asoma al balcón. La plaza ya tiene su manto de nieve. Quiere bajar y dar una vuelta por los callejones, aunque lo tachen de loco.
Y así lo hace. Sin embargo, antes quiere darse un capricho. Llamémoslo así, por no llamarlo temeridad. Pronto amanecerá. No le importa la gente que está descansando. Es necesario fundir su alma con la del Jaén antiguo.
El tocadiscos expulsa de sus entrañas el aria de Nesum Dorma. La voz de Pavarotti cruza el balcón abierto y sobrevuela los tejados. Cae lejos, hasta llegar al Raudal de la Magdalena.
Y, mientras, Isidoro se ha dormido con una copa de vino blanco entre las manos.
Pronto, los vencejos volarán alto.