Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /
Desde lo alto, en la cima en la que tiene su casa, se ve la luna cuando se llena.
Acaba de dejar la mochila en la entrada, el taquillón es un regalo de su abuelo, lo compró a un anticuario de la calle Sandora, en la ciudad de Madrid.
Apenas ha dormido en la noche. La reunión ha sido muy larga. Sus planes han salido como él quería. Sin embargo, ahora se arrepiente, se pregunta por qué ha montado todo este lío. ¿Realmente era necesario calumniar hasta el que hace poco era su amigo? Esta noche, tampoco, podrá dormir.
La voz de su conciencia sonará en su vigilia, haciendo un ruido semejante al golpeo de la lluvia en la ventana, cuando esta es fina. Pronto comenzará su oscuridad. Él es una persona oscura. Su maldición es que lo sabe.
Todos los que empezaron a conocerlo cuando regresó de un periodo muy largo en el norte, no supieron ver lo oscuro de su silencio. Él parecía un alma noble, como la de George Baily en la película Qué Bello es Vivir.
Estaban todos presos, emboscados por su luz que, muy pronto, se convertiría en una llama que los empujaría hasta un abismo del que tardarían mucho tiempo en salir.
Pero este tipo de personas, siempre necesitan la complicidad de otras, generalmente de aquellas que su mediocridad es la bandera que las aúpa a puestos de responsabilidad, y se creen poderosas, transformándose, ciertamente, en criaturas de un gran peligro. No obstante, no saben que están siendo manipuladas.
Abrió la ventana. La luna, que el día anterior estaba llena, ya empezaba levemente a decrecer. Encima del monte, su tono anaranjado creaba un hermoso cuadro. Ya iba por el segundo café. No paraba de pensar en el que era antes su amigo, y en todos los momentos que habían vivido juntos.
Un ave nocturna paso con rapidez, pero antes tuvo tiempo de mirarla. ¿Qué vería el animal cuando dejó su travesía suspendida en el aire y se posó en el alfeizar de la ventana?
Sorprendido, apenas pudo sostener el café entre las manos. Durante treinta segundos el ave permaneció quieta mirándole. Después, levantó el vuelo.
El hombre, a duras penas, pudo entrar en el salón. Empujar su enorme cuerpo, que colgaba como una hoja en el vacío de la noche, le costó un mundo.
Desde esta madrugada, el águila real aparecía todas las noches en la ventana.