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El PALACIO DE LOS URIBE  

A Eugenio  

Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / La aguja del reloj giró al tiempo que, en la plaza del Pato, la niebla volvía a aparecer. El palacio de Villardompardo seguía mudo en una quietud absoluta. La casa cuna arropaba a los infantes arrojados por tenebrosas circunstancias del pecho de sus madres. ¡Ay de aquél que juzgue a estas mujeres!  

Enfrente del palacio —todavía no se habían descubierto los Baños Árabes—, existía otra casa palacio: la de los Uribe, dotada de una portada singular, con unos balcones y rejas salidos de los herreros más afamados de la época. Este edificio descansaba plácidamente a las espaldas del convento de Santa Catalina.  

El inmueble se había levantado en el antiguo solar del palacio de los Reyes Moros. Sus moradores disfrutaban de un añejo privilegio: la casa palaciega disponía de un balcón que daba al altar mayor de la iglesia de Santo Domingo para que los hidalgos residentes pudieran escuchar la palabra de Dios sin salir de sus dominios.  

En la plaza descansaba la mirada de Eugenio; de su padre había heredado un reloj que le permitía viajar en el tiempo, aunque debía respetar una condición, el uso del artefacto se haría siempre en el Jaén antiguo con fines piadosos. Si esta regla no se cumplía, el reloj desaparecería.  

El fuego crepitaba en el hogar, la lumbre apenas calentaba. La casa, situada en lo alto del barrio de San Juan, sucumbía a la desidia, a la dejadez… La calle asfaltada, no parecía propia de su época, el siglo XXI no quería llegar. El barrio alto se parecía a una vereda del XIX, o quizá del XVIII. El escombro y las malas hierbas la hacían intransitable. Los vecinos, hartos de promesas incumplidas, malvivían cristianamente, Además de su urbanismo mal cuidado —pero con un bello adoquinado que nadie se atrevía a arreglar—, el vecino de la ladera sufría el mal estructural del paro y afilaba aún más el corazón de tan generosos moradores. A pesar de todo, en la casa de los Narváez, el fuego seguía alumbrando y el amor de la familia era el escudo que luchaba contra todas las adversidades. La justicia divina y humana tendría que iluminar la vida de esta familia.  

Del raudal de los Uribe, salió la silueta del lagarto, el prehistórico animal creado por la mente del poeta y moldeado por la mano justa de Dios. En la penumbra de la plaza de Santa María Luisa de Marillac, se cruzaron dos miradas. Eugenio, asombrado, y sin perder ni un músculo de aplomo, saludó cortésmente a la jurásica criatura, entablándose entre ellos una animada conversación.  El animal invitó a nuestro amigo a un paseo por el raudal —conectado, también, con el de la Magdalena—. Su agua, durante muchos siglos, regó las huertas del Jaén medievo árabe, judío y cristiano. Y fue refugio de historias y leyendas.  

Pedro, el hijo mayor de los Narváez, se levantó temprano. Como todas las mañanas, antes de ir a la facultad,. trabajaba en el mercado descargando camiones de fruta. La universidad era muy cara y el sueldo del padre no podía estirarse más. El joven, gracias a su constancia y trabajo, cursaba ya el último año de carrera, parecía ver por fin un horizonte cercano, un futuro feliz para él y su familia. El muchacho dominaba el pincel con la maestría de los grandes pintores, y manejaba la pluma con la sabiduría de los poetas antiguos. Su amor e inquietud por el casco histórico, una vez acabada la licenciatura de Bellas Artes, le conducía a cursar el grado de Patrimonio, su deseo era presentar un proyecto para rehabilitar la parte alta de San Juan y mejorar la vida de sus vecinos.  

La sorpresa se iba a producir. El lagarto, como buen sereno, era capaz de entrar en todas las casas de sus dominios jaeneros. El palacio de los Uribe asomaba a los ojos de Eugenio, grandes hachones de luz hermoseaban sus ventanas y la portada del edificio brillaba. En el interior del palacio reinaba la calma, la llama crepitaba alrededor del salón. Don Alberto Cancio y Uribe descansaba en su sillón. El que fuera alcalde de Jaén y hermano mayor de Jesús de los Descalzos aparecía a la vista de Eugenio.  Su tatarabuelo estaba ante él: aquel que gracias a sus piadosas obras y al amor de Jaén pasó a la historia de esta ciudad.  El reloj seguía en la mano izquierda de Eugenio. A su lado se encontraba todavía el lagarto, la niebla no había desaparecido, el sueño seguía su curso y lo mejor estaba por llegar. Como dos fantasmas, atravesaron el portón de los Uribe.  En el interior del salón se produjo la escena más hermosa, donde el espacio y el tiempo se fundían para conjugar un solo hecho, una sola acción: el tatarabuelo y el tataranieto se fundieron en un abrazo. Ambos, en lo más profundo de su corazón, sabían que este encuentro se iba a producir. El ritmo de la conversación se perdía, mientras el lagarto salía de la casona.  Con cautela regresó al convento de la Trinidad. La niebla se envolvía en el cerro de Santa Catalina. El reloj volvió a girar. Eugenio regresó por la calle del Doctor Martínez Molina, hasta desembocar en la plaza de Santa María, donde había quedado con su amigo Pedro.  

El Miércoles Santo se levantó con sol. El Santísimo Cristo de la Buena Muerte esperaba en su trono para ser paseado por las calles de Jaén. Los dos amigos, y caballeros del Señor, se encontraron en la lonja de la Seo. Después de un fuerte abrazo, buscaron su lugar en las andas. 

Unos pocos minutos antes de las siete de la tarde, Eugenio dio a Pedro el mágico reloj. Un milagro iba a salvar el barrio alto de San Juan. 

Foto: Una imagen antiquísima del Palacio de los Uribe.

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