Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /
Hay algo en esta ciudad, que hace que siempre quieras permanecer en ella, a pesar de la desesperanza perpetua en la que vive.
Desde el monte de Santa Catalina, cuando la miras y descubres el crepúsculo con su tono de naranjas, sabes que es parecida a otra ciudad que Marsé convirtió en mito, en su libro Últimas tardes con Teresa. Solamente le faltaría la luz azul del Mediterráneo.
El jaenés, a veces, sueña que el milagro se produce y la ciudad ocupa un lugar preeminente entre sus hermanas andaluzas.
Sueña, también, con una hermosa utopía, aquella que convoca la unión y el afecto entre todos los vecinos.
El hombre y la mujer de Jaén viven atrincherados en la cuestión ideológica, y no son capaces de brindar soluciones y tenderse la mano como verdaderos hermanos.
La falta de asociacionismo civil y cultural es una de sus principales cargas. Es una ilusión fallida la convocatoria de una mesa en la que se sienten organizaciones con diferentes propuestas, pero con los mismos fines.
Dentro de sus parroquias, de sus barrios, de sus distritos, las divisiones son grandes espinas.
Divisiones dirigidas por intereses personales basados fundamentalmente en luchas de egos. Estos reyezuelos de sus imaginadas taifas impiden que la cuestión tenga un final feliz.
Por lo que el poder político, como siempre, acaba frotándose las manos, teniéndolas cada vez más gastadas.
Sin embargo, como digo al principio del texto, no quieres abandonarla. Te emocionas con sus otoños de tardes amarillas cuando el sol cae por Jabalcuz. O, cuando, paseas por la Carrera de Jesús, la calle más bonita de Jaén, en busca del hombre más bueno del mundo, que ya está cansado de soportarnos.
Jaén, ciudad de estrechuras eternas, de cuestas empinadas. Pueblo de poetas y pintores que, solamente, se cantan y se pintan a ellos mismos.
De monumentos que se perdieron en el laberinto de la especulación.
¡Jaén, a pesar de todo, siempre seguiré queriéndote! Aunque me deje un regusto añejo.