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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /

CATEDRAL

Abarca su piedra
todas las miradas:
las antiguas y contemporáneas.
Y sus sillares descubren,
en sus huecos,
la luz del mediodía.

Las huellas de los canteros nacen.
El reloj es el faro del olvido.
Y otra luz aparece
en las vidrieras
como la palabra
que se pronuncia.

PASIÓN

I
Era el año 33.
Tú pudiste con todo.
Pero algunos
ya no se acuerdan.
El agua, tu sed,
será nuestra mortaja.
Amanece. El verbo te busca.

II

Ha roto las cadenas
del amanecer.
Llega temprano a la plaza.
Su mano, pura, la mañana con su luz.
Mi Cristo, dolido, grita
por los desamparados.

III

Lleva la pena acurrucada
en su rostro.
Él, antes de ser cautivo,
fue muchacho.
Pero asaltó el término que no debía,
cruzó el límite.
Nunca pidió clemencia,
se sabía libre de toda culpa.

DESTERRADO

I
Calle arriba rezuma
la pobreza del viento.
Apenas sopla por los callejones.
Y en la plaza, la luz del sol lo atrapa.
Mis labios no saben
mi nombre pronunciar
y mis ojos, mi país olvidaron.

No asoma a mi memoria la gaviota
derramando sus alas por la playa.
Soy yo el que escribe
este poema;
mientras calle arriba, a cuestas,
las miradas me castigan.
Y mi piel es de un color
que duele,
tan negra como la noche.

II
En la efervescencia
de la primera luz
descubre
la soledad de la casa
palaciega donde vive.
La aurora huida
del norte.

Su nombre pertenece
al pasado.
Vive envuelto en la quietud del militar
en la trinchera,
conoce que la primera luz es la última.

Hoy cruzó la frontera después
de un largo tiempo
y, escondido en su esquina,
ha vuelto a ser
un extranjero.

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