Por JOSÉ CALABRÚS LARA / El tema del aborto tiene la suficiente trascendencia social para que no se utilice como señuelo o como medida de distracción de problemas cotidianos; tampoco parece razonable que pueda convertirse en moneda de cambio y trueque de apoyos parlamentarios entre socios, cualquiera que sea la ideología que profesen, porque la eliminación voluntaria de un no nacido supone en todos y cada uno de los casos un drama personal y familiar y un problema jurídico en el que colisionan derechos individuales y colectivos no solo de ambos padres (no olvidemos al padre) sino de la propia familia y de toda sociedad vertebrada.
La regulación normativa de esta materia especialmente sensible requiere estudio, sosiego y a ser posible un máximo de consenso porque afecta a las raíces profundas de la convivencia, a valores y creencias pero, sobre todo, porque el aborto es siempre un fracaso -un elemento negativo-, una desgracia, en mayor o menor medida, frente al valor superior e indiscutible de la vida. Es un problema ideológico, cultural y religioso y solo desde la radicalidad extrema se puede hacer tabla rasa del acervo de creencias y sentimientos muy extendidos.
Lo que trasciende no es solo una cuestión inocua que pueda ser objeto de legislación “de urgencia” ni de cambios reiterados, sino que requiere un trabajo previo, reposado y una norma que sea punto de encuentro de las distintas sensibilidades para que, una vez aprobada, sea indiscutible para evitar el desconcierto actual; prueba de ello son los constantes cambios y “anuncios”; en materia tan sensible no cabe la improvisación, ni la precipitación. Ya en este año, el 12 de Abril, se ha publicado una Ley Orgánica (4/22) que modifica el Código Penal para penalizar el “acoso a las mujeres que acuden a clínicas para la interrupción voluntaria del embarazo”; giros lingüísticos aparte, queramos o no es una norma sobre el aborto. Ahora, un mes después, el Gobierno aprobó ayer un -entendemos que- proyecto de “Modificación de la Ley Orgánica de salud sexual y reproductiva y la interrupción voluntaria del embarazo”. Por suerte no lo han hecho por Decreto-ley; este proyecto -del que se ha publicado un extracto – está llamado a sustituir a la actual Ley del aborto de 2010.
Hagamos una mirada retrospectiva. En España, hasta avanzada la Transición, el aborto incidía de plano en el derecho penal, fue siempre delito, salvo un breve periodo de dos años en plena Guerra Civil (1936 a 1938). En 1985 se despenalizó en tres supuestos: violación, riesgo para la salud física o psíquica de la madre y malformaciones en el feto. El enfoque de aquella norma era constatar la necesidad de no someter a la legislación punitiva del Estado unos hechos que, en otro caso, serían delictivos con una peculiar interpretación del principio del mal menor. En definitiva, una liberación de pena para quien actúa en las circunstancias dramáticas allí señaladas. El Tribunal Constitucional al enjuiciar esta Ley estableció entonces una doctrina que admitía los tres supuestos con condicionamientos, con un límite terminante: que la interrupción del embarazo no podría configurarse como “un derecho” de la madre.
El Gobierno de Rodríguez Zapatero en 2010 planteó una ley de plazos que establecía el aborto libre en las 14 primeras semanas de gestación otorgando a la mujer la facultad de “interrumpir el embarazo” en determinadas circunstancias y siguiendo unos requisitos; no llega a configurarse esa facultad como un verdadero derecho subjetivo de la madre. Aquí aparece la posibilidad de menores de edad, mayores de 16 años, de acceder al aborto. Ya no se habla de exención de responsabilidad penal, sino que esta facultad atribuida a la mujer se enmarca en el contexto de la “salud sexual y reproductiva”, que analizaré más adelante.
Tan pronto entró en vigor esta Ley, fue recurrida al Tribunal Constitucional, que ha tenido ocasión de “cubrirse de gloria” con hasta tres composiciones distintas, dejando pasar más de once años sin siquiera llevar el tema a debate del Pleno y -por supuesto- sin dictar sentencia. Esta lamentable actuación del intérprete constitucional revela no solo lo sensible del tema, sino también las dudas de los magistrados y la incapacidad de encontrar un punto de encuentro. El gobierno de Mariano Rajoy -que había prometido derogar la Ley de Zapatero- se limita a reformarla exclusivamente para exigir el consentimiento paterno a las menores de 16 y 17 años y eliminar requisitos. Entretanto, la espada de Damocles de un eventual pronunciamiento del TC en el recurso pendiente -de problemático acaecimiento- es una de las razones que han impulsado a la presentación de este nuevo proyecto. Esta es la situación actual.
Teníamos pendiente el análisis del argumento que utiliza la Ley 2/2010 para establecer la ley de plazos y dejar la senda de la exención de responsabilidad como forma de despenalizar el aborto. Los primeros artículos de la Ley son la clave: tiene por objeto “garantizar los derechos fundamentales en el ámbito de la salud sexual y reproductiva, regular las condiciones de la interrupción voluntaria del embarazo”. De su solo enunciado se desprende que el derecho fundamental que protege la Ley es a “la salud sexual y reproductiva” y no al aborto, porque para ello se han de “regular las condiciones”. Por esta razón he calificado de “facultad de la mujer” y no de derecho, que es lo que -al parecer- se pretende ahora con la reforma.
Para constituir como se pretende el aborto como derecho subjetivo de la mujer, habrán de modificarse también los conceptos básicos del artículo 2: “la salud sexual que es el estado de bienestar físico, psicológico y sociocultural relacionado con la sexualidad, que requiere un entorno libre de coerción, discriminación y violencia” y la salud reproductiva que es “la condición de bienestar físico, psicológico y sociocultural en los aspectos relativos a la capacidad reproductiva de la persona, que implica que se pueda tener una vida sexual segura, la libertad de tener hijos y de decidir cuándo tenerlos”. De tal enunciado no se desprende que el aborto -o si admitimos a efectos dialécticos la “interrupción voluntaria del embarazo”- no viene impuesta ni requerida, ni siquiera es necesaria para lograr dichos estados saludables, que afectan a la mejora de la capacidad reproductiva, la seguridad y libertad de la vida sexual o la decisión responsable de tener o no tener hijos. O por decirlo de otro modo, una salud sexual y reproductiva libre y sana no requiere necesariamente el aborto, porque ni el embarazo es una enfermedad ni su artificial interrupción está exenta de provocar precisamente alteraciones en la salud.
Otra cuestión apuntada y pendiente en esta reflexión es que en el momento de constituir un derecho subjetivo sobre un feto -una vida humana en formación- no se puede hacer abstracción del padre, sin cuyo concurso no existiría, y las implicaciones que de ello se derivan. Este problema no se planteaba en la Ley de 1985, de despenalización del aborto en determinadas circunstancias, porque la despenalización solo alcanza al que ha consentido o procurado el aborto, es un “beneficio” personal por las causas de exención de la pena. En cambio, si se actúa en el ámbito de los derechos, el principio de igualdad precisamente exige tener en cuenta al padre, por las implicaciones de todo tipo que se pueden derivar.
El proyecto aprobado esta semana, según la reseña publicada por la presidencia del Gobierno, porque a este momento no se ha publicado un texto normativo, pretende reformar y potenciar la Ley Orgánica 2/2010 mediante un artículo único y diez disposiciones finales que modifican otras normas. Deja sin efecto la necesidad del consentimiento de los padres en las menores de edad, elimina el periodo de reflexión de tres días y la información obligatoria que se entregaba a las mujeres y establece medidas para que el aborto se realice con carácter general en centros públicos y próximos al domicilio, para lo que regula la objeción de conciencia de modo que no impida “el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo”, que aparece como prioritario. Prevé la asistencia y acompañamiento integral y especializado para el aborto, que será siempre un procedimiento de urgencia, con posibilidad de opción del tratamiento quirúrgico o farmacológico, a elección de la mujer.
Se echa en falta en el texto la proposición de soluciones alternativas al propio aborto, la implementación de medidas de apoyo que permitan a la mujer decidir libremente entre opciones; que igual que se le permite elegir entre la modalidad quirúrgica y la farmacológica, pueda optar por criar a su hijo o darlo en adopción, por ejemplo.
Estas son las líneas generales de la futura Ley, que también incluye otras materias de “salud sexual y reproductiva”, apostando por la “anticoncepción de última generación” y el impulso de la anticoncepción hormonal masculina ampliando la financiación pública de estos servicios, la entrega de anticonceptivos de barrera en los centros educativos de secundaria. Como novedad se incluye la “salud menstrual”, la distribución gratuita de “productos menstruales como medio de lucha contra la pobreza menstrual”. Derivado de ello la ley incluirá el derecho a la incapacidad temporal por cuadros médicos que se deriven de reglas incapacitantes. “Se trata de una IT que pagará desde el primer día el INSS, que no requiere periodo mínimo de cotización, al contrario que el resto de IT y que será los días que cada mujer, conforme a su cuadro médico necesite”. Esta última parte de la futura norma, aparte del despropósito que supone anteponer eliminando el periodo de carencia, la enfermedad menstrual a otras patologías más graves, supone un modo de evasión activa y distracción para cubrir la cruda realidad de la generalización del aborto libre y gratuito sin cortapisas que constituye el núcleo de la norma.
¿Responde la Ley de 2010 y este proyecto de reforma a exigencias científicas, morales o sociales mayoritarias de la sociedad que reclamen? La respuesta no parece afirmativa, sino un precio más que debe el Presidente a sus socios de gobierno para mantenerse en el poder.
Desde un planteamiento ético, incluida la ética laica o civil, con carácter general, el aborto no puede ser un derecho subjetivo de nadie puesto que la interrupción de una vida en formación siempre es una desviación de su fin natural y, por tanto, una desgracia e incluso de distinta entidad que cuando es un aborto espontáneo o no querido, puesto que, si es provocado, supone un fracaso para las leyes de la naturaleza. Desde la ética, el fundamento de cualquier legalización en esta materia no puede ser satisfacer inexistentes derechos sino, como mucho, la mera tolerancia ante algo que nunca deja de ser lamentable.
Para los creyentes, desde el punto de vista religioso o teológico, la vida es un don de Dios, indisponible desde la concepción hasta su fin natural y cualquier limitación injustificada es reprochable.
En todo caso, no debemos perder de vista el enunciado del artículo 15 de la Constitución –“Todos tienen derecho a la vida”- que, frente a la atribución de otros derechos a la persona, los constituyentes quisieron distinguir este derecho con una atribución genérica e indeterminada para no reducirlo con los conceptos jurídico-civiles de la persona y la capacidad. Tampoco se debe olvidar el artículo 16.3 que obliga a “los poderes públicos a tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la iglesia católica y las demás confesiones”.
Para terminar -quizás debiera hacer empezado por aquí- se desenfoca la cuestión cuando se reduce el aborto a la libre disposición de la mujer sobre su propio cuerpo, como se desprende de las normas analizadas, reduciéndolo a una cuestión individual, cuando evidentemente hay más valores y derechos afectados, lo que no es posible más que desde una posición radicalizada y la ideología de género.
Está universalmente admitido por la ciencia que la vida humana no comienza con el parto, aunque haya discrepancias sobre los conceptos de viabilidad o incluso el momento en que puede hablarse con propiedad de algún grado de autonomía de la nueva vida; en el momento preciso del parto lo que se produce es la escisión y separación de dos vidas que han convivido en la gestación y que surgió de la concurrencia de dos personas, la madre y el padre.
Desde el momento en que dos células se unen y comienzan a multiplicarse existe una vida distinta de la que aportó el padre y la que acuna la madre. Por tanto, no puede hablarse de que el problema incumba solo a la mujer. Solo desde un planteamiento feminista exacerbado que coloca a la mujer por encima del hombre, desbordando la igualdad e, incluso, por encima de la sociedad, se puede reducir el hecho del aborto a la “disposición de la mujer sobre su propio cuerpo” ni siquiera a un problema de “salud reproductiva”, como pretende la exposición de motivos de la Ley de 2010 que, por cierto, cita normas internacionales de Naciones Unidas y de pactos internacionales con una interpretación mucho más extensiva de lo que establecen sus propios textos.
La invocada salud sexual y reproductiva no puede dar cobertura a un aborto indiscriminado en el tiempo (con una ley de plazos) ni en las personas, permitiendo a menores abortar a su arbitrio cuando precisan autorización paterna para cualquier aspecto de la vida humana.