Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Todas las mañanas cogía el tranvía y no se bajaba hasta última hora (con la excepción de dejar su viaje diario para ir a comer). Al principio era muy extraño para todos los pasajeros encontrarse a esta mujer enjuta, de pupilas desgastadas por el tiempo, en el mismo sitio de su vagón, todos los días de la semana. Ni la lluvia ni el calor la convencían de tal excentricidad. Los murmullos y los juicios sobre la señora crecían como las olas en un océano enfurecido, pero ella no prestaba consideración a las conversaciones y continuaba absorta en su viaje, admirando la belleza decadente de una ciudad que se hacía vieja sin capacidad de salvación. Ella se escondía en el privilegio de la lectura. Siempre en su regazo llevaba un libro. La lectura, junto con la música, eran sus únicos consuelos, el salvoconducto a través del que se evadía a otras tierras y lejanos mundos. Imbuida en su actividad lectora y tranviaria, en su gran memoria quedaban para su merecida eternidad las historias de escritores consagrados, como Fabrellas, Escudero o Marías, todos ellos contemporáneos suyos. La literatura, pensaba, solo podía descubrirla en el esqueleto de este transporte que los ciudadanos durante mucho tiempo despreciaron, dirigidos por la incompetencia de unos gobernantes que pretendían ser caballeros 24 al estilo de los que regían el destino de la urbe en el siglo XIV. Ciertamente nunca alcanzaron tal grado de alcurnia, pero el aplauso de sus acólitos los envolvía en un narcisismo insoportable al estilo del pequeño y ya mítico Nicolás.
La mujer vestía de negro. No por una imposición social, ni por la categoría de persona respetable, adquirida por su edad, sino porque había sido una sobresaliente música en su ya lejana juventud. ¡Ay, la música, la más bella de las poesías! El mero hecho de apreciar una melodía supone el descubrimiento de unos sentidos que muchos tienen dormidos.
Era una vecina, en un principio anónima, del barrio viejo, aunque este anonimato se perdió a consecuencia de sus viajes en el recién estrenado tranvía.
La casa en la que vivía era de piedra. Los balcones adquirían una belleza crepuscular cuando los últimos rayos de sol se despedían de sus rejas. En el centro de la fachada, encima de la portada renacentista, un escudo blasonado; se adivinaba la pasada alcurnia del inmueble.
Había adquirido el palacete en una subasta, pues, hasta su compra, el propietario era un maldito fondo buitre.
En la noche, había sido secuestrada por el insomnio y apenas pudo dormir. Solo la pronta salida del sol la liberó de su cautiverio. Aliviada abrió el balcón y asomó sus ojos de cielo. La vista era hermosa: enfrente, la parte norte de una sierra sur.
La cafetera interrumpió la comunión con la lontananza, apuró el café de un sorbo y se dirigió a la cercana parada del tranvía. Aunque el adoquín de la calle retrasaba sus pasos, era feliz en este entramado de calles. El lugar de la judería le sorprendía siempre. A su memoria le asalto el recuerdo de sus primeros conciertos con la sinfónica de la ciudad: fue la concertina más joven de la orquesta. Tal honor, en un principio, causó envidia entre otros violinistas mayores, pero estas cuestiones fueron desapareciendo cuando demostró sus inmensas habilidades. Su virtuosismo estaba fuera de toda duda.
Magnífico fue el recital de poesía y música, celebrado junto a la sinagoga cincuenta años atrás. El verso transportado por la melodía del violín conquistó la gallardía de la cruz del castillo cristiano, clavado en la montaña más alta del lugar.
El tranvía la estaba esperando. Su color amarillo se confundía con el astro rey.
– Buenos días, saludó al conductor.
– Buenos días, respondió este con una leve inclinación de cabeza.
Cruzaba la ciudad de este a oeste, parecía una sierpe, un lagarto como el símbolo de la tierra por la que se deslizaba (solo que en este caso era un armazón de hierro y de acero). Los viajes en este artefacto fueron llevados al universo de la literatura por la pluma del inmortal Galdós, el mejor escritor del XIX, el creador de la novela contemporánea.
La violinista se acercó sigilosamente a su asiento. Era la primera en entrar, un privilegio otorgado por todos los viajeros, presentes y futuros.
Esta vez, su libro reposó en su bolso. Se sorprendió, encima del asiento, en apuesta postura, un libro descansaba en su superficie. La edición, muy cuidada, invitaba a su lectura. Mientras el tranvía estuviera en movimiento, podría disfrutarla. A la vez que el lagarto mecánico se puso en marcha, comenzó a leer:
«La joven llevaba cautiva más de cinco años. Su captor, el moro Mamolín, había recurrido a todas las artes conocidas para enamorar a la muchacha, pero esta resistía. A través de un siervo de su carcelero (que había sido conquistado por la bondad de Mariela), recibió un mensaje en el que constaba que su amado iría a rescatarla. La joven, a veces, pensaba en el suicidio«.
La historia sacudió las entrañas de la artista. No levantaba la vista de las páginas. No era consciente de la belleza olvidada del recorrido del tranvía. La a catedral, el palacio de los Covaleda-Nicuesa, las carnicerías… Todo el patrimonio pasó inadvertido. La profundidad del relato no le permitió asomar su mirada por los cristales
Tumbada y cercada por la sábana, veía cómo la luz caída de la luna se filtraba como un travieso duende entre el espacio pequeño, aún abierto, de la ventana.
Enfrente, en la estantería -tenía la necesidad vital de poder observar el instrumento cada vez que se desvelaba, una pequeña luz de la lámpara siempre estaba viva- reposaba el violín que tantas alegrías le estaba dando. Incapaz de dormirse antes de leer, en sus manos se movían las hojas de un libro de poemas. Los versos delicados competían en belleza con el cielo de la noche. La poesía era su segundo sustento vital después de la música.
No conseguía conquistar el sueño. La fragancia nocturna y el recuerdo de la compañía de las horas anteriores la mantenían en un estado de éxtasis total. Estaba ebria de felicidad y asombrada por todo lo que le había sucedido. No conseguía dominar el espíritu que la mantenía despierta.
A su memoria venía, de forma constante y sin ningún tipo de pausa sensorial, el rostro de la chica que había conocido unos momentos antes. La cara un poco alargada asemejaba la de un cisne. Sus ojos como el ébano desprendían una timidez cercana al misterio. Era una joven de su misma altura. El cabello se deslizaba por sus hombros igual que el agua baja tranquila por el arroyo que el niño ve por vez primera.
El concierto terminó y la joven se dirigió a la violinista. Su intención era felicitarla. La plaza donde se celebró el evento parecía un jardín babilónico, por las plantas se deslizaba el frescor de una noche de primavera.
Las copas de vino sostenidas en sus labios eran un reclamo valioso para los rayos de una luna que con calma animaba y vigilaba las conversaciones de todos aquellos que se concentraban en la plaza.
La música guio con maestría la conversación entre ambas, mientras que el vino hábilmente mezclaba sus corazones. La violinista y la poeta anunciaron su deseo de verse unos días más tarde.
El amor, el deseo de volver a los tiempos pasados en los que has sido feliz. Esto la mantenía con vida. Pero lo más importante de todo era su convicción de que volvería a verla en el más allá o donde un dios dispusiera. Había sido su amor, su otro yo. Todo lo vivido no puede acabar con la muerte. Debe de haber algo más. Estaba segura, totalmente convencida.
En la librería del salón, dormían todos los libros que había publicado. Muchos obtuvieron premios de reconocido prestigio, aunque a ella tales circunstancias no le obsesionaban: era una poeta de convicción, no una poeta de salón, ni de eventos donde las palmaditas en la espalda sostenían este mundo de vanidades enfrentadas. La poetisa disfrutaba compartiendo sus versos con otros poetas. Si estos eran noveles, su felicidad era mayor, pues tenía la vocación de ayudar al que empezaba.
La violinista decidió esta mañana esperar un poco, antes de volver a buscar el corazón de hierro del tranvía. Necesitaba acariciar de nuevo su violín, tocar alguna melodía. Sentía que a través de la música se comunicaba con ella. Eligió una pieza alegre, con una tendencia a lo místico, propio de la época romántica en la que fue compuesta por Bazzini: La Danza de los Duendes. Comenzó a tocar con intensidad, con la rapidez exigida por la partitura y así llegar a una elegancia con un tono que iría en decadencia, acariciando las cuerdas del violín, para después recuperar y subir hasta ese éxtasis final que todos los músicos intentaban alcanzar, pero solo unos pocos como ella conseguían completar.
Al final, no salió de casa. Por primera vez en mucho tiempo, el tranvía no acunó a su pasajera favorita.
La noche fue tranquila, solo algún sobresalto producido por el viento que durante toda la madrugada no dejó de soplar. El aliento de Austro desciende vertiginosamente desde el castillo de Santa Catalina y las noches de esta ciudad son casi siempre de leyenda. Los mejores cuentos de esta tierra se han gestado a la vera de las lumbres de las casonas antiguas.
La aurora, con su alma de poeta, dio paso a la mañana. El aire de la noche siempre fenece en las horas tempranas del día y hoy no iba a ser una excepción.
La violinista, se dirigió, otra jornada más, al gozo de su paseo en el tranvía. Esta vez no se montó en el aparato al inicio del recorrido, sino que eligió la parada situada a las espaldas de la catedral. Los pájaros dormitaban aún en los tejados y la luz comenzaba a filtrarse por las vidrieras. Admiraba el espectáculo nacido de la conjunción de la naturaleza y la creatividad humana. Los canteros, constructores de la seo, tenían merecido salvoconducto para ascender a los cielos.
El tranvía llegó. Alertada y observada por las miradas de los pasajeros, pudo descubrir como su asiento estaba libre: el respeto ganado era otra de sus grandes conquistas. La sorpresa, ya conocida, volvió a asomar a su corazón. Una edición antigua de un libro de poemas ocupaba parte de su asiento. Impresionada, las lágrimas cayeron de su rostro. El poemario le resultaba muy conocido; tanto, que sus versos estaban dedicados a ella.
¿Qué juego en el que ella participaba era este? ¿Quién lograba llevar los libros hasta su asiento? ¿Alguien que la conocía muy bien? Estas preguntas la acompañaron durante todo el trayecto.
El libro se llamaba Nana a una Joven. Empezó a leer el primer poema:
“Ya solo nos queda la luz de este
poema para volver a reconocernos.
Han pasado tantos días y tantas noches.
El árbol ha brotado de una tierra
roja y profunda, raíz imperecedera de una
vida que será larga y próspera.
El otoño, distraído en mis hojas amarillas,
ha intercedido por los dos y ha vuelto
a colocarnos en el mismo camino de partida,
en la misma encrucijada, donde
nos dimos el último beso. Allí, nos dijimos
un adiós quizá prematuro.
Pero hemos vuelto a encontrarnos, para saber
vertebrar un amor que pensábamos que era
invertebrado. Sin emoción, solo con algo
de pureza, aunque siempre de verdad.
Y esa verdad, tan alta como la luz del cielo,
ha propiciado esta unión.
¿Acaso no hay algo más bonito, más hermoso
que el crepúsculo de los enamorados?
El comienzo de una nueva mañana,
de una aurora repartida por los brazos celestes,
por las nubes sonoras que siempre vuelven a nuestra montaña.
A mi lado, cuando tu mirada golpea mi rostro, fuerte,
Igual que la luz hiere a la mañana, qué feliz soy, ¡oh, amor mío!
Un temblor sacude el suelo de mi memoria cuando mi pensamiento
no desmiente el deseo y amor que siento por ti.
Y entonces, cuando la noche se desclava de una antigua catedral,
la campana suena con pétalos de rosa, sonidos que configuran
una antigua armonía celestial.
Y tú y yo, volvemos a la luz primigenia de este poema,
como dos enamorados ansiosos de encontrarse igual
que la primera vez, para no salir nunca de esa encrucijada
de amor y versos”.
Lloró otra vez, las lágrimas y los rayos de sol encendían su senectud belleza. La violinista en su juventud fue tan hermosa como una Venus. No completó el recorrido, como era la norma habitual. Bajó en la parada situada a los pies del Convento de la Coronada: la Virgen de Piedra, tallada en la portada, la miraba, parecía querer hablarle.
¡TA TA TA TAAAA! O lo que es lo mismo ¡SOL SOL SOL MIIII! El genio de Beethoven reinventó la música. Estas notas supusieron una ruptura con el clasicismo imperante. Nacía el movimiento romántico en la música. La quinta del maestro de Bonn suponía el inicio de lo trágico, pero la posibilidad también de que la tragedia se tornara en algo bello. Esta reflexión rodeaba el alma de la violinista, mientras sonaba la música en el viejo tocadiscos. Sabía que algo iba a suceder, se estaba preparando para ello. La medianoche llegó y se durmió en el sofá. No quiso desnudarse, algo le decía que tenía que estar en alerta.
Las horas pasaron, la madrugada ya era media y el milagro comenzó su bendito proceso. El silbido de una campana habló en la noche, la violinista llevó su asombro al balcón y pudo ver como el enérgico tranvía estaba parado en mitad de la calle, en el apeadero del Convento de la Coronada. Una linterna le hacía señales intermitentes, animándola a bajar y ocupar su sitio en la máquina.
Se habían cumplido sus sensaciones. Abandonó la vivienda y subió. Al amparo del tranvía se sentía totalmente segura. Esta vez los pasajeros presentaban unas características y atuendos diferentes: parecían ciudadanos de otras épocas; lo común (lo advirtió enseguida) entre ellos era el hecho de militar en el glorioso bando de las artes: los asientos estaban ocupados por escritores, poetas, músicos, pintores.
El tranvía del arte y de la cultura se puso en marcha. La violinista se dirigió a su lugar. Los personajes no hablaban, se limitaban a sonreírle: los poetas Bernardo López y Josefa Sevillanos, el músico más universal de todos, el maestro Cebrián; el gran pintor José Nogué, el historiador y escritor Manuel López Pérez y muchos más artistas encumbraban la mirada al paso de Elena, la violinista.
El lagarto mecánico aceleró su marcha y abandonando las vías por la que circulaba, voló con nostalgia. Dejaba atrás el suelo de esta ciudad que tan poco lo quiso. Se dirigía hacía su parada celestial.
Al mismo tiempo, se produjo el acontecimiento: al llegar a su asiento, Elena vio cómo el contiguo al suyo estaba ocupado por otra persona. Ambas giraron la cabeza para encontrarse. Los ojos de la violinista se clavaron en los de la poeta (de nombre Gloria), por fin estaban juntas. El misterio de los libros dejados anónimamente en su asiento había sido descubierto.
El alba puso su alfombra de luz a la mañana, las cocheras del tranvía se abrieron a su jornada diaria. El conductor, revisó los vagones para cerciorarse de que todo estaba en orden. El asiento de la violinista estaba ocupado: era ella que con una eterna sonrisa yacía mirando el asiento de al lado.
Bonito e interesante relato donde los maestr@ viajan hacia el infinito
Muchas gracias por el comentario. Saludos.