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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Bajo la luz caída de la lámpara escribo lo que quiero que escuches: antes simplemente no podía hacerlo, no sabía. Ahora soy capaz de ahormar incluso relatos para el disfrute de mis nietas.

La ventana desde la que miro, me anuncia la quietud de la noche, la plaza de San Juan reposa y la torre del Concejo es el faro que nos alumbra.

Ahora soy una mujer, ahora soy la palabra, antes no era nada, ni siquiera existía. Solo era sombra y desesperanza, ahora soy una luz: plena y hermosa. Soy el resultado de la lucha iniciada por mi abuela, por mi madre. Yo también he luchado, he sufrido y he vencido: soy alguien. Antes era polvo, ni siquiera ceniza. Ahora soy flor, soy vida. Soy, somos.

La calle conoce mis pasos, me siguen, me ven, me escuchan. Los ojos de la gente se entretienen en mirarme. Soy, existo, no soy invisible, ya me identifican.

Conozco las leyes, curo, enseño: soy abogada, soy médico, soy profesora: vivo en los demás, por los demás, vivo por mí y para mí.

Soy María de la Luz, soy Maricarmen, soy Cristina, soy Natalia, soy Julia, soy Emma, soy Carmen, soy María, soy Martina…

Soy una mujer igual que tú, igual que él; quiero construir una sociedad mejor entre todos; ayúdame, ayúdanos.

***

Mi madre leyó esta carta en un taller de autoestima: asistí emocionado al evento, las lágrimas y el aplauso de todas las mujeres que ocupaban la sala fueron escuchados por todos los vecinos del barrio alto de San Juan.

Mi madre crío cinco hijos, a todos les dio carrera (con la ayuda de mi padre, hay que decirlo).

Todas las madrugadas, al despertar; pues comenzaba su jornada en la oscuridad, se ponía su uniforme de mujer trabajadora y las tareas del hogar era su primera obligación que a todos nosotros (que dormíamos) servía para darnos una dignidad que más adelante cuando la edad nos fuera conquistando, supiéramos siempre utilizarla y conservarla.

Una madre trabaja para ofrecer el paraíso, generalmente a sus hijos, y en el caso de la mía también a su marido; para que la balsa de aceite no se hundiera en el desasosiego y en la desesperanza.

Regentaba una pequeña tienda de alimentación en un barrio populoso y típico de una ciudad de provincias.

La gente del arrabal procedía de una clase social- y especial- de ricos hortelanos, (no confundir con grandes terratenientes) que con sus huertas habían hecho fortuna. Los pagos del Jontoya y las huertas del Puente de la Sierra era el paraíso de estos agricultores: condimentado todo lo anterior con una religiosidad y una devoción a una Virgen que se apareció en una humilde capilla.

Los días en el establecimiento eran duros y a veces hasta divertidos; cuando los cinco niños jugábamos en las calles del barrio- en esos tiempos se podía jugar sin ningún tipo de peligro-. Éramos unos salvajes; alguien se atrevió y con una mala baba nos bautizó como unos indomables gitanillos (orgulloso estoy de que me identifique con ese pueblo.) Fue una señora la que nos definió con este calificativo. La ironía residía en que la mujer, era tan sencilla como nosotros. Imagino que tendría que ir escalando en el escalafón social. Ni mis hermanos ni yo, le guardamos rencor. El complejo de inferioridad es una maldición para muchos individuos.

En las noches de verano, después de su jornada, obtenía algo de esparcimiento: nuestros padres con buen criterio nos apuntaron a un club social – muy de moda en esa época- En este lugar encontraron un desahogo a sus vidas.

En el club fuimos felices e hicimos amigos (aún conservo bastantes).

Fue una hermosa época, irrepetible; nunca se me olvidarán las cenas, consistían en un gran bocadillo de lomo o en una ración. Otros niños cenaban un bocadillo traído de su casa (el papel de aluminio los delataba). Sus ropas eran de las mejores marcas, pero las viandas eran muy sencillas. Mis hermanos y yo, todas las noches de verano cenábamos como reyes y de vez en cuando, lucíamos con orgullo alguna prenda de marca (pero sin ningún tipo de obsesión).

Mi madre y mi padre nos enseñaron bien, la experiencia en el club social fue enriquecedora; las personas cuando se mezclan en la vida se vuelven mejores, y más cuando se trata de niños. Es crucial saber de dónde vienes y adónde tienes que ir.

Alrededor de mi madre, se formó un corro de mujeres: las rosas de la plaza pronto saldrán para mirar el cielo.

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