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En una visita que realicé a las excavaciones arqueológicas en Marroquíes bajos de Jaén, el 4 de junio de 2007, organizada por la Delegación Provincial de Justicia y Administración Pública de la Junta de Andalucía de Jaén, me quedé maravillado por la riqueza de su contenido pues allí pudimos apreciar restos de culturas calcolítica, íbera, romana, o medieval islámico y ahora…nuestra presencia, nosotros mismos. Entre las distintas piezas que habían sido rescatadas en aquellas fechas, nos mostraron una lámpara votiva de factura árabe que me llamó especialmente la atención y decidí plasmar la experiencia en un breve relato literario, que ahora desempolvo y confío que sirva para recordar que allí tenemos, en pleno corazón de Jaén, un maravilla arqueológica que no debemos olvidar.

En Marroquíes bajos de Jaén

Vicente, el arqueólogo de la Junta cogió con cierto nerviosismo su teléfono movil. Estaba excitado y le costaba encontrar las teclas del número. Marcó y esperó la respuesta.

– ¿Delegación de Justicia?.

– Póngame con la Delegada, por favor…, de parte de Vicente.

– Dime Vicente, ¿cómo van las excavaciones?

– María Luisa, tengo que contarte algo muy extraño que me ha sucedido.

 ***

Bajo un sol implacable, Vicente limpiaba con un fino pincel la cata en la que se podían observar los distintos estratos de la excavación de Marroquíes bajos en Jaén. Había que darse prisa, pero, sin embargo, la investigación requería de un cuidado exquisito. En pocos meses, sobre el yacimiento se levantaría la “ciudad de la Justicia” que albergaría los distintos servicios de la ciudad relativos a la Administración de Justicia.

Otra vez más, siguiendo el sino de las civilizaciones, sobre restos prehistóricos, de la Edad del bronce, Iberos, Romanos, Medieval islámica…se asentarían edificios de nuestro tiempo y alguien como Vicente, dentro de milenios escudriñaría con sensibilidad de amante los vestigios de nuestro paso por la historia.

Los restos de la etapa calcolítica tienen más de cinco mil años y la estructura del asentamiento define una gran aldea que se conforma, a la manera que Platón nos describe la Poseidonis en su Timeo, por círculos concéntricos que determinaban de forma defensiva seis grandes anillos desbordantes de agua proveniente de los manantiales del Cerro de Santa Catalina. En la parte interior de cada anillo de agua, una empalizada y unas entradas muy bien calculadas con puentes levadizos. Vicente se decía a sí mismo: “una ciudad perfecta…”

De las habitaciones queda poco, pero la sensibilidad de los arqueólogos ha ido desentrañando el enigma y hoy, pueden observarse con claridad los perímetros excavados en la roca, en los cuales se asentaban los maderos que hacían de contrafuerte, junto a las ramas y el barro con el que diseñaron las paredes. Eran de estructura cónica y una columna central encarnada en un gran tronco sostenía el punto central del techo que, con ramas hacia abajo, servía para la caída de aguas.

Quedan silos, excavados en la roca, en perfecto estado que, cubiertos por grandes piedras, tenían la rara cualidad de provocar el vacío y guardar el grano durante el tiempo que se quisiera, junto a grutas subterráneas con amplias salas y, en algunos casos, con escalas marcadas en el terreno para facilitar la entrada y la salida.

Cada vez que Vicente penetraba en el recinto de Marroquíes bajos, algo le conmovía de pies a cabeza, ¡cuántos seres humanos, cuántas historias estaban resumidas en aquellos vestigios! Incluso, de vez en cuando, mientras acariciaba con sus instrumentos y sus pinceles los distintos estratos del yacimiento, imaginaba diálogos, figuraba personajes y los movía con su mente como si estuvieran presentes junto a él.

Los iberos se van superponiendo al neolítico y se van descubriendo restos que se fechan hacia el siglo III antes de nuestra era. De la época romana, cuando Jaén fue Aurgi, se superponen restos como acequias, pozos, hijuelas, cimentación de norias, que nos recuerdan el uso agrícola de la zona y la fuerza hidráulica que se sostiene desde el neolítico. Sumido en este magma de recuerdos y restos arqueológicos, Vicente recompone con asombrosa habilidad cada momento histórico sin que se deje confundir por la superposición se sustratos en aquel enjambre de restos.

Hay algo que subyuga en particular al arqueólogo y es la villa árabe y su cementerio cercano, en el que se mezclan lo romano y lo medieval musulmán, pero que los esqueletos encontrados enterrados sobre el costado derecho y mirando hacia la Meca no dejan dudas sobre su origen.

La ocupación de la zona en la época hispano-musulmana se la puede acotar durante la etapa Emiral, desde el siglo X al XIV y los restos de Marroquíes bajos se mantienen en magnífico estado. Siguiendo el contorno de esos restos, resulta fácil imaginar cómo era aquella vivienda que tiene la zona de estar para los hombres y la zona del harén, el patio y la parte destinada a guardar los granos y las reservas de la casa. Es una casa importante y Vicente junto con sus compañeros de la excavación han cuidado especialmente los suelos encalados de la época, cubriéndolos con plásticos y grama. No muy lejos de la villa, el cementerio con una tumba-mausoleo  hace pensar en una relación directa entre la casa de los vivos y la casa de los muertos…

***

Acababan de hallar una lámpara votiva de época musulmana en perfecto estado y lista para ser usada. El arqueólogo terminaba de limpiar sus contornos con la finura con la que se mima una pieza única, sus compañeros ya se habían ido, pero él no quería marcharse, tenía como una intuición. El sol ya se ocultaba hacia occidente y el ambiente se iba dulcificando después de la dura canícula caída durante la jornada. Con un suave cepillo terminó de limpiar la pieza y pensó, con cierta ironía, que se sentía como limpiando una lámpara maravillosa.

Sintió una presencia cerca de él, pero al no ver ninguna sombra no se inmutó y siguió con su labor de desescombro. La sensación se hizo más fuerte, resuelto giró sobre sí mismo, y con perplejidad observó un niño de unos diez años que le saludaba con la mano.  Al principio no dio crédito, sobre todo porque sus compañeros se habían marchado y la puerta del yacimiento había sido cerrada.

¿Quién era ese jovenzuelo que vestía con unas blancas bombachas y una camisa sin cuello?

-Y tu, ¿qué haces aquí

– Me llamo Muhammad Alí Ben Gazar y he vivido en esta casa…en la época en que esta ciudad se llamaba Iahen…

– Vicente sonrió y pensó, otra vez las habituales bromas de mis compañeros.

– De acuerdo, pero te puedes ir yendo por donde viniste.

– Eso quisiera, mas me encuentro forzado a regresar, pues estás entrando en mi casa y esa lámpara era mía.

– Bueno, vale, ¿qué es lo que pretendes?

– Simplemente, que no nos olvidéis…

Después de ese breve intercambio de frases, el niño dio media vuelta sobre sí mismo y se alejó por lo que fuera en su día la puerta del patio y cuyos engranajes Vicente y Mercedes, su compañera de excavaciones, habían limpiado y catalogado.

Unos metros más adelante, la figura del niño se fue diluyendo, como amarillean las viejas postales o se diluyen las figuras de un  daguerrotipo y desapareció con la misma parsimonia y silencio con la que había venido.

Vicente atribuyó aquella visión al calor que había pasado durante todo el día bajo el sol en el yacimiento y a la emoción de aquellos nuevos hallazgos. ¿Quizás se había insolado? En todo caso estaba claro que tanta historia allí arremolinada no podía olvidarse.

Se sentía nervioso, estaba sudando, buscó su móvil en los bolsillos y le costó marcar el número, los dedos le bailaban entre las cifras. Al final pudo contactar.

-Póngame con la Delegada, por favor…, de parte de Vicente.

***

Luego, recogió la lámpara de barro. La llevó a la caseta donde se guardaban los aparejos de trabajo y los nuevos hallazgos. La llenó con aceite y le puso una mecha de algodón improvisada. No debía hacerlo, pero estaba solo y aquel era un día especial. Encendió el pabilo y la lámpara lució una llama fuerte y clara como si el propio Muhammad Alí la hubiera encendido.

 ***

 

 

 

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