Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / A Julia y Natalia
Apresado por la sábana y por la soberbia inercia del sueño, no consigo despertarme. Sé que la noche lagrimea para ceder su puesto al alba —a veces una parte de mí se separa en el azar de la duermevela y logra caminar hasta la ventana; mientras el crepúsculo altivo asoma por oriente, por una sierra angosta y escarpada que en Jaén llaman “Mágina”.
El sueño hábil, alarga las imágenes y los recuerdos: la vigilia no ha sido incómoda; sin ganas de despertar, abrigado por la ceniza ardiente y sensual de la aurora. Pero una lágrima cubierta de un infantil llanto roza levemente mi sueño para retornar de un mundo irracional, aunque hermoso.
Julia divaga, duda entre alzar ligeramente su voz reclamando la luz del sol o seguir con sus abiertos ojos y ver cómo la habitación gira en torno a ella; y seguir soñando en la cuna del mundo.
Azules sus ojos de cielo y sus manos tan diminutas y blancas se agarran al arrullo fuertes y vigorosas con la ansiedad vital de querer escapar y retornar al cobijo sagrado y perpetuo de su madre, dormida y vencida igual que el último acorde, o quizá rendida como la última nota de una sinfonía que tú quisiste y no supiste componer.
Cuaresma: el lirio escapa para esparcir su sagrado aroma por el monte Calvario, por el olivar, por la montaña santa. Y en este lugar Jesús, el bueno, dialoga por última vez con su padre reclamándole, exigiéndole la salvación de una humanidad cruel y déspota, aunque protegida por los brazos celestiales y alargados de Jesús para entonces renacer de sus pecados más crueles por la gracia de la redención hermosa, perpetua y torpe de un Dios que se hace mayor y viejo, que nunca aprende, agotado por una Cruz descargada de nuestros hombros ya rotos, ya impuros y ora descarnados por nuestras infames culpas.
El buen ladrón en su sueño dormido ha bajado de la cruz para deambular sonámbulo entre los rosales de la plaza: “Ay Quico qué fortuna guardas”.
La hora nona aún no ha llegado. Mira la cruz desnuda, absorto, admirado: no se ve. Y escucha los ripios de una muchedumbre a Jesús, a su héroe.
Y los pies del Salvador clavados y sus ojos mirando al cielo y a la tierra: “Tus pies son el cielo y la tierra, clavados palangre parecen”.
Ora el ladrón agazapado en su banco, ausente de tan macabro espectáculo: ni en la cruz ya lo quieren.
Día tercero de esta Cuaresma antigua y recogida: el jaenés dominado por una antigua costumbre y bella o insensata —según se mire— torna a la carrera, al cantón, a besar el pie bendito del Nazareno, dormido en la quietud morada del camarín. Está complacido pues le han extraviado la Cruz. Sereno y medio erguido aguanta las malas y buenas babas del penitente que siempre como el poeta dice ensucia su pañuelo en el talón del Señor.
La previa: el camino —itinerario que discurre desde el umbral del santuario hasta la peana invisible, roca sagrada donde el Nazareno descansa y exhiben.
¿En qué piensa el peregrino? El trayecto es tan breve, tan frágil como el pétalo de la flor. Otro año más vuelve a descubrir su sitio en la fila más hermosa, no hay prisa, nadie alivia el paso.
El culmen es un bello ascenso: el jaenero mira y busca los ojos del Nazareno, la plegaria, la profecía se ha cumplido.
Dame fuerzas Señor para verte otro Viernes Santo: por el cantón, por la Merced, si tú quisieras por la Ropa Vieja, por Santiago: déjame verte por ese itinerario que te robaron —canta el poeta— en el año 1954.
El buen ladrón amanece entre la dulce escarcha de la plaza.
El rosal abanicado por el viento. Y sus rosas depuran la fragancia de una Cuaresma que ya duele y molesta.
Hermosos y limpios son los ojos del bandido: su mirada descubre con delicadeza el sendero de su héroe, la vía dolorosa que a él no le está permitido cruzar, escucha el lamento encadenado y salvador de Jesús en la Cruz.
“Tu rostro es un lamento encadenado”.
No se atreve a continuar el reo bueno: solo completa con decoro la primera estación del vía-crucis.
Ora la vieja en la cancela: es tiempo de novena; nueve rosas a Jesús el Nazareno, nueve miradas a la Virgen de los Dolores, a la niña del arrabal.
La vieja calla y reza, otorga. Han sido muchas oraciones a Jesús de los Descalzos. Consciente de su bella senectud, su rosario hermosea las oraciones a su Dios. Y desde el contraluz de su refugio sus ojos descienden al santuario e imagina sus años de juventud al lado del Creador.
Su morada es fortaleza: faro desde el que se iluminan sus plegarias y sus quejas para salvar al Nazareno de tan macabro tormento.
Cucharillas y cucharones: de una madrugada de duelo y cebrianesca avisan. La marcha suena perpetua y rítmica, marcando el compás de la noche.
“No me quitéis la música, es el único recuerdo que aún vive en mi memoria”, dice la vieja desde su cancela de plata donde la luna llena se baña y refleja.
Su esposo promitente de los de antaño, ya enterrado en sagrada tierra, rozó su hombro con Don Emilio, cuando Jesús iba camino de la Ropa Vieja: hasta Santiago el músico llegó para pactar la marcha con Jesús de los Descalzos.
“Ay maestro que nunca nos quiten tu marcha, que suene siempre en los cantones, mientras el clavel su vuelo al cielo alza”.
Ya sale el Nazareno por la calle estrecha, no jaena solo. Su madre la mano no le suelta. Es un infante de corazón hermoso y de túnica negra, amarillo el cíngulo, su ansia calma y aprieta. Va a recibir a Jesús en su primera madrugada de tiniebla.
La madre con ojos tiernos lo mira: “No te salgas de la fila y con fuerza la vela aprieta. Y a Jesús el Nazareno ilumina, pues en su sacrificio tu vida lleva”.
El poeta es el cronista de la pasión: agazapado en su trinchera —construida al cobijo de inmemoriales madrugadas—, con sus versos convierte el calvario de Jesús en armónica belleza. Su voz anónima y callada la noche silencia. Y su palabra licencia a la lluvia para que Jesús ascienda entre las peñas de esta sierra de leyenda.
Abandona el poeta su refugio de nostalgia y melancolía para cantar y seguir a Jesús: “¿Quién me llama Simón el de Cirene? Soy Jaén, tu Jaén, ese que viene siempre detrás de ti, bendito abuelo”.
Asciende cautivo el Nazareno por la senda de su calvario: el buen ladrón desea estar en su cruz y ver la tez desvelada de Jesús. Pero es incapaz de completar el vía-crucis. Sueña con aquella madrugada en la que al cirio se le llamaba vela. Y rendido claudica. Y entre el rosal de la plaza le pide a Jesús ir con Él al reino verdadero. El buen ladrón expira con magna hermosura al ver los benditos ojos del Nazareno.
Él sube apurado: le han dicho que un hombre ora a las puertas de un convento.
Ya sale despacio, ya vuelve a esos cantones preso de la tradición y el espanto: lo van a crucificar la tarde del Viernes Santo.
Él duda y corre y no consigue encontrarlo.
Cruza Jesús la Merced, la plaza donde se niegan a pararlo, ni un vaso de agua le dan para aliviarlo.
Y allí adonde la mirada descubre al arco, Jesús reposa: en la calle Madre de Dios, el promitente por fin consigue avistarlo.
Y siempre Gregorio y Rafa, siempre lo están esperando.
En mitad de la noche Julia escucha el mágico toque de campana: abandona la placidez hermosa del vientre de su madre y torna a mis brazos.
Abajo en la plaza Rosales —adonde el convento de la Coronada ha vuelto en este sueño y se ha convertido en cárcel vieja— reposa el trono espartano de Jesús el Nazareno.
El viejecito de Jaén angustiado por el peso del regalo de la marquesa suspira aliviado. De las rejas centenarias de la piedra conventual nace la saeta, profunda y antigua, jaenera al calor del yunque. El reo asoma entre la penumbra y canta al Nazareno: le pide, le suplica que le quiten la pena, su familia llora, el hambre aprieta.
Y Julia le ve venir, a Él, a Jesús de los Descalzos: al hombre que preso de una ciudad jaena y cainita conmemora su pena y tragedia.
Y el poeta desde el cantón reza:
Un sueño. Calle de la Ropa Vieja.
Es noche. El cielo se torna negro.
Cantón de piedra donde Jaén ya reza.
Y una campana doblega al silencio.
Amanece la procesión ya llega.
De la coronada plaza Tú vienes,
allí donde la lágrima refleja
la pena de los reos que otra vez sientes.
¡Qué difícil es siempre subir la cuesta!
El trono se para firme allí donde,
desmayada, tu mirada despierta.
Caídas, tus lágrimas son muy hermosas.
Ya te estás yendo para mi Santiago.
Las despedidas son más dolorosas.
Foto: Una antigua imagen de Jesús Nazareno por la Ropa Vieja.