“El dinero no da la felicidad”, reza el tópico, pero ayuda mucho, añaden los más realistas. Recientemente se ha publicado un estudio, “ Los Orígenes de la Felicidad”, realizado por la London School of Economist, basado en encuestas hechas en varios países a 200.000 personas que confirma que, según los autores, los ciudadanos valoran más las relaciones personales y la salud física y mental que el nivel de ingresos.
Uno de los mentores de este estudio, economista y coautor del libro, Lord Richard Layard, subraya que, a raíz de estas conclusiones, los estados deberían cambiar su enfoque a la hora de establecer las prioridades de sus programas ya que debería estar más preocupado del bienestar real que de crear riqueza.
Las críticas recibidas a estos planteamientos se centran en acusar a los autores de infravalorar la economía y de dar por supuesto que todo el mundo tiene un nivel de ingresos que les permite cubrir sus necesidades básicas, olvidándose de que un gran número de la población mundial viven bajo el umbral de la pobreza, por lo que todo hace suponer que las entrevistas realizadas se han centrado en el nicho de población que tiene percepciones dinerarias mensuales suficientes para atender sus necesidades primarias, lo que les permite, obviamente, aspirar a conseguir escalones superiores para cubrir otras necesidades instaladas en la parte menos básica, según la pirámide de Marlow, como pueden ser su seguridad o las afectivas, autoestima, etc. Así resulta claro que, una vez conseguidos unos stándares de vida aceptables, podamos entender que, según señala el estudio, los ciudadanos puedan valorar más su estabilidad afectiva y emocional que una subida de su salario.
Por otra parte, en mi criterio, no parecen estar muy fundamentadas las objeciones efectuadas a los gobiernos, en su preocupación por crear riqueza, pues si los humanos necesitamos alcanzar un nivel de ingresos que nos permita relegar un tanto las necesidades fisiológicas, como la alimentación, la salud, la educación, el ocio y el descanso, etc., algunas de éstas dependen, en definitiva, de la gestión del propio Estado para poder proporcionárselas a sus ciudadanos con la mayor amplitud y calidad, lo que, en definitiva, requiere crear riqueza para que los propios ciudadanos puedan contribuir con sus impuestos a sufragar los gastos que conforman el llamado estado de bienestar.
También tenemos que disentir sobre otro aspecto contemplado en el estudio relativo a la felicidad futura de la infancia pues, según el estudio, “el factor más importante para predecir si tendremos un adulto feliz no son sus notas escolares, sino su salud emocional”. Cabría preguntar a los autores si la salud emocional no depende también del nivel de ingresos y ésta, a su vez, de los niveles educacionales que puedan obtener los ciudadanos.
En definitiva, no parecen muy acertados, en mi opinión, los resultados expuestos en este libro, ya que no sólo obvian el estado de pobreza o semipobreza de muchos habitantes, sino que, por otra parte, desvaloran las consecuencias que para el bienestar de las personas tienen los niveles educacionales y de salud.