Existe en la sierra de Otiñar una colonia de artistas. Abundan en estos montes, fundamentalmente, pintores, músicos, escritores, poetas y algún que otro fotógrafo. Todos grandes profesionales en su materia.
Son famosas las exposiciones de pintura, los recitales de poesía y los conciertos de música, al caer las tardes de verano, cuando la brisa desciende de las cumbres, en el rehabilitado castillo de Otiñar, clavado en lo más alto de un cerro.
Con estos doctores del arte, al trabajar por separado (en sus respectivas materias), el mundo se convierte en un lugar mejor. El problema surge cuando se mezclan y muestran conjuntamente sus habilidades. Esto supone el inicio de una competición, a veces casi mortal. Esta lucha se produce siempre que los protagonistas son discípulos de la misma disciplina artística. Si el matrimonio es mixto, por ejemplo, un poeta y un músico, el amor y la mesura, la bonhomía, sobresalen como las torres de una catedral.
Estos hombres y mujeres están cómodamente instalados en la sierra gracias a la labor de los mecenas. En Otiñar, el mecenas tiene unas condiciones muy particulares, propias de la zona rural en la que se ha criado: conservador en su visión global de la vida, progresista en sus relaciones sociales (se relaciona con todo el mundo, aunque guarda su grado social) y muy empeñado en ensalzar la pintura, con el menoscabo que eso supone para las demás artes. El mecenas necesita codearse con los pintores de Otiñar.
La luz del respirador era como un faro en su dañado cerebro. Intuía la presencia de alguien en la sala, apenas distinguía el uniforme de la enfermera. Se estaba despertando, hacía diez días que había llegado. El respirador estaba siendo manipulado para que el oxígeno llegase al poeta con la mayor rapidez. La recuperación, aunque lenta, iba por el buen camino. Había tenido suerte, la sala de la UCI en la que estaba no había sido ocupada por contagiado alguno de coronavirus.
Es consciente de su error, por lo que tiene que recuperarse lo antes posible, no debe de ocupar un sitio que no le corresponde: pronto llegará una ola nueva de Covid-19 y es justo que su plaza esté vacía.
Llegó a la sierra de Otiñar por amor, tres meses antes del fatal accidente. Su compañero antes. Igual que él, también era poeta. Gracias a la generosidad de una beca concedida por una fundación privada, podía tener la tranquilidad deseada para escribir su nuevo libro de poemas.
Las noches pasaban entre recitales de vinos y rosas, interesantes exposiciones de pintura al aire libre, conciertos de música clásica al caer la tarde. La magia del verano conquistaba el corazón de los artistas y de los aficionados.
Pero la unión que se supone que la cultura crea es una gran mentira. Los puñales por la espalda eran habituales una vez finalizado el recital, la exposición o el concierto. Si el poeta o el pintor resaltaba y su obra era valiosa, la maquinaria de la difamación se ponía en marcha, atacando sin piedad. Los egos de los primeros colonos eran un arma muy peligrosa. Había que tener cuidado, mucha cautela.
Otra luz diferente veía el poeta, lo habían trasladado a la planta. Los rayos del sol atravesaban la ventana, se estaba recuperando. Todavía no se atrevía a escribir. En su mente guardaba el armazón de muchos poemas. Pronto verían la luz de la sierra, pero antes deberían reposar en el papel, dejarlos madurar como un buen vino.
El crepúsculo estaba en su máximo esplendor cuando acabó el recital. Había sido todo un éxito. Los poemas de Raúl deleitaron a los asistentes. Entre ellos se encontraban varios críticos literarios que alabaron la capacidad del joven poeta. Los poemas del artista respiraban musicalidad por todas las estrofas. Le auguraron un futuro prometedor. Incluso el mecenas local se acercó a felicitarlo. Pronto saldría su primer poemario en una de las editoriales más prestigiosas del país.
La hazaña no gustó a las élites consagradas y, a partir de ese momento, comenzaron a pensar un plan para derrocar a aquel que se había atrevido a desafiarlos. Ellos mismos elaboraron una mala crítica, a pesar de existir una ya bastante buena elaborada por críticos profesionales, en la que hablaban de una poesía absurda y zafia. Además, no estando contentos con esto, a través de mensajes de WhatsApp, comenzaron a insultar y ridiculizar la escritura del joven, llegando hasta el insulto.
En el acantilado, el viento soplaba con fiereza, la noche estaba a punto de llegar, Austro pronto iniciaría sus correrías por la sierra. El poeta, desde lo alto, observaba el valle del Quiebrajano. El río llevaba agua, las lluvias del otoño habían sido abundantes. El águila dormía, con sus polluelos, en una cavidad de la roca. El poeta se tiró.
El agua apaciguó el golpe. Por suerte, un pastor que paseaba por la orilla vio el cuerpo casi inerte del muchacho.
El salón de actos de la biblioteca estaba lleno. En la mesa presidencial, Raúl y Pedro esperaban la apertura de la presentación de su nuevo poemario «Puñales por la Espalda». Con esta obra había ganado el Premio Nacional de Poesía.
*Martín Lorenzo Paredes Aparicio.
El Palmar (Cádiz)