07/11/2016
Me contaron que en una población de este Santo Reino de Jaén, hace ya algún tiempo, convocaron a los agricultores locales en el salón del bar más céntrico, ese estratégico lugar común a todas las plazas de nuestros pueblos donde un omnipresente oráculo de casinillo conoce todos los chismes del pasado; sabe por quién doblan las campanas esta mañana, y a qué hora será el entierro esta tarde; sabe las doncellas preñadas de matute; conoce la genealogía de las más ilustres cornamentas; y hasta lo que ha de suceder mañana dentro de los confines de su terruño pueblerino. Es de uso y costumbre que, en tales aposentos de la maledicencia y la insidia, cuando no se le encuentra el pulso a la vida se acabe por inventarlo, ya que no hay mejor jarabe contra el hastío de la holganza que vivir otra realidad imaginada a través de las indiscretas ventanas de un casino pueblerino, o a pie de acera tabernaria cuando el tiempo lo permite y llueve poco como ahora.
El mundo de un aburrido crónico es tan vasto y diverso, tan lleno de matices y sorprendente, que pasar un rato en el bar de la plaza del pueblo es una inagotable diversión, la mayoría de las veces a costa del buen nombre, la reputación y el trabajo de otros vecinos más diligentes y tenaces en sus menesteres. Y es que quien en esta época tan prodigiosa tecnológicamente que vivimos, sea capaz de aburrirse, es digno de que se le regale, por suscripción popular, el capirote que completa la mucha estulticia de su torpe proceder.
Pero prosigo sin irme por las ramas de la gastrosofía. Resultó que tal asamblea estaba organizada por un ente público de nombre oficial bastante largo, y relacionado con la producción de maíz, y cuyos responsables políticos estaban por la labor de propiciar este cultivo en bastante tierra calma de la provincia, antes de que el mar de olivos se convirtiera en un oceáno verde. En fin, que todos los asistentes acudieron puntuales. Con sus camisas limpias y planchadas con esmero. Todos con los zapatos enlustrados como el día del Corpus. Todos con los ojos avizores y expectantes ante todo lo nuevo que allí se habría de decir. Aguantaron los presentes, resignadamente, casi dos horas de maíz para arriba y maíz para abajo, de maíz por acá y maíz por allá, hasta que por fin el señor alcalde de turno, en un acto de misericordia, puso el broche de oro al acto agradeciendo a tan doctos técnicos y a tan eficaces autoridades de rango superior, el mucho interés por llevarles las bondades del maíz y la gran conveniencia de proveerles para ello de las ayudas y subvenciones necesarias.
Y siendo buena costumbre acabar los actos entonces con práctica tan patriótica como ofrecer a los presentes, ya sean propios o extraños, una copa de vino español –y todos los «otrosí» que la acompañan– así mandó hacerlo el primer edil, que en espera de que las ayudas del maíz fueran muchas y de gran remedio, y no reparando en el viejo refrán de «huésped que se convida, fácil es de hartar», y como fuera, también, que andábase tirando salvas con pólvora del rey y se avivaban los fogones con carbón de arbitrios, echóse la casa consistorial por el balcón de las banderas, y no se daba abasto a tanto trajín de platos. Que si uno de gambas blancas daba paso a otro de langostinos de Sanlúcar. Que si este jamón de bellota para el señor ingeniero agrónomo de la delegación. Que si esta mojama para el señor de la dirección general. Que si este queso curado habrá de gustarle al señor secretario técnico de la consejería. ¡Que no le falte, Juan, ¡manzanilla a ese señor que habló en tercer lugar sobre Europa y el maíz! –ordenaba el alcalde a uno de sus concejales–. Pásale Paco el conejo en adobo para que lo pruebe el señor delegado. Y esas chuletillas que no falten; ¡A ver, que llenen…! Y como dicen que más vale una hartada que dos hambres, de todo había para todos, hasta para los que no siendo agricultores ni haber soportado las dos largas horas de disertación sobre la gramínea en cuestión, se colaron de matute desde el aburrimiento del mentidero local –el bar de la plaza– hasta el salón dónde se celebraba convite tan pródigo sin tratarse ni de boda, ni de bautizo, de primogénito de rico.
Y uno de ellos, repleta ya la andorga y queriendo agradecer a quien correspondiera el extranjis consentido de su hartazgo de tan notables viandas, y no encontrando otra mejor forma de llevarlo a cabo, ni otro mejor responsable a quien hacerlo, gritó con brío de patriota agradecido: «¡Viva el maíz!». Único causante, a su juicio y a todas luces, de todo lo bueno que para el paladar de aquel oráculo maledicente de casinillo, sempiternamente aburrido, había sucedido con la pólvora del rey y el carbón de los arbitrios, en aquellos tiempos de las vacas gordas, cuando Europa, como una madraza, nos enseñaba en Jaén a vivir resignadamente por encima de nuestras posibilidades.