Un primer quejido del alba me hace levantar la cabeza desde el portátil cuando, sentado en la terraza frente al mar, comienzo a preparar la página para redactar un artículo. Como pequeñas fogatas doradas de velas lejanas palpitan, titilando en el horizonte, las luces de Torrevieja que pueden adivinarse en lontananza tras el faro del Estacio. Al otro lado, la alta y soberbia lumbrera de Cabo de Palos emite su silente metrónomo luminoso, orfebre fugaz de un mar en calma que viene a dormirse con mansedumbre sobre la orilla. En tal saliente de la costa, formado por cuarcitas negras del Paleozoico, se erigió un gran santuario dedicado a Ba`al Hammon, soberano supremo de la fertilidad, principal deidad del panteón de la colonia fenicia de Cartago. La isla Grosa comienza a recortar su silueta dibujando el perfil fuliginoso de un enorme cetáceo que emergiera de los abismos marinos. Es el antiguo cono volcánico de una erupción que afectó a esta zona en el Mioceno. Resultan admirables, observadas desde la escarpada costa sur, las estructuras de sus rocas levantadas en fascinante disyunción columnar como corresponde a una masa de lava que se enfría en su ascenso al exterior. En sus peñascales anida la protegida gaviota de Audouin, para la que se ha convertido en santuario natural este singular escollo perteneciente desde el año 2000 al gobierno de la Región de Murcia, cuando antes era propiedad de la Armada Española que estableció allí el campo de entrenamiento de los buceadores de combate de su prestigiosa Escuela de Buceo creada por el rey Alfonso XIII, en Cartagena, el año 1922.
Levanto la mirada de nuevo en busca del cambiante caleidoscopio dibujado por las primeras galas del alba cuyos heraldos anuncian, por el curvo confín marino, sus anaranjados presagios de gloria. Es agradable la temperatura. Entona el mar un delicado coro de espuma. Se va difuminando con delicadeza Orión en el cielo, pero la rutilante estrella Sirio —que sigue las huellas de la constelación del gigante cazador celeste— es la última en apagar su candela. Vuela levemente una brisa que acaricia el alma sin dañar el cuerpo. No es fuerte la humedad. El café sabe a gloria en este momento. Tonifica la mente, activa las sinapsis neuronales, agudiza los sentidos, acaricia las papilas gustativas caliciformes —al menos las mías pues jamás le añado azúcar o potingues sacarináceos o stelvianos, sino tan solo una pizca de canela—. Estoy convencido de que en el paraíso existirá una adecuada selección de los mejores cafés colombianos, brasileños, etiópicos o keniatas, incluso yemeníes, de un tostado perfecto, en absoluto torrefactados, para ser degustados en amaneceres hechiceros, purísimos y grandiosos. Eso pienso mientras aguardo la irrupción del prodigio solar de la mano de George Harrison, Here comes the sun— ¡aquel prodigioso Abbey Road de mis tiempos de estudiante granadino! —, y siguen mis dedos danzando, ingrávidos sobre el teclado, un acelerado pas a deux —a veces a trois, e incluso a quatre—, mientras miro de reojo la exquisita policromía que comienza a plasmarse con delicadeza desde un precipicio invisible más allá del horizonte. Este momento, pese a su indecible delicadeza tiene acentos de una wagneriana cabalgata triunfal. Puedo hasta oír en el silencio las tubas triunfales que saludan la aparición de la luz. Ha bajado gente a la playa para captar con sus móviles y tabletas el espectáculo del orto solar, que ningún día resulta igual a otro. Mi primera mujer, que ya ha terminado su desayuno, me conmina a prepararme para emprender nuestra caminata diaria de nueve km a un paso más que espartano que nos descubrirá, una vez más, el placer del ejercicio vigoroso, amén de la inmensa belleza de este paraje murciano al que acudo, con amorosa y fidelísima puntualidad, desde la década de los setenta.
Mare Nostrum. El mar de las insignes culturas humanas que nacieron en sus orillas y usaron sus corrientes y vientos primordiales para navegar con gaulos e hippos púnicos, pentecónteros y trirremes griegas, o galeras romanas para propagar usos y costumbres hacia otras tierras de riberas lejanas. Hay noticias que afirman que tras la destrucción de Troya el mítico rey Teucro, según los textos homéricos padre del pueblo troyano, fondea sus naves en las costas hispanas y funda una ciudad, heredera de aquella mítica inmortalizada por Homero, de la que no ha quedado vestigio alguno; quizá fuera tan solo un enclave comercial cercano a Mastia, la legendaria población que toma el nombre de la tribu tartesia de los mastienos, y algunos autores —no todos— asocian a la actual Cartagena. Pudiera ser entonces la Mastia de los Tartesios, como fue mencionada por Polibio, el gran historiador griego, en el famoso segundo tratado romano-cartaginés. Otros van más allá en el tiempo al pensar que estos pagos ribereños ya habían sido abordados, con un decidido interés descubridor y aventurero, por los pelasgos cretenses allá por el siglo XV a. de C., quienes quedaron prendados de su riqueza minera. Y hasta el eximio poeta romano Publio Virgilio Marón —al que Dante hizo guía de su peregrinación por rutas infernales— describe en uno de los pasajes de su inmortal Eneida —modelo perfecto de epopeya latina—, un lugar que guarda demasiadas semejanzas con la amplia y protegida ensenada cartagenera.
Mare Nostrum. Mar de sueños inmortales, de culturas faraónicas, de civilizaciones refinadas, de sabios filósofos, de arriesgados esfuerzos navegantes, de cultos mistéricos a deidades hieráticas e impasibles, de benéfico flujo comercial, de contactos enriquecedores para grupos tribales que acogieron con alborozo el regalo que traían en sus naves aquellos navegantes fenicios y griegos. Porque así nos llegó el primer grano de uva vinícola, los elegantes jarros de alabastro orientales rebosantes de oro líquido del olivar, el primer torno de alfarero, la primera barra de hierro, el nuevo metal que abría horizontes, la codiciada púrpura, y tantas otras novedades técnicas que abrieron mundos nuevos a los integrantes de esas tribus ibéricas que saludaron con júbilo la inesperada aparición de los esforzados e industriosos navegantes a través de ese inmenso lago, cálido y salino, del conocimiento y la cultura.
Lo que parece claro es que la verdadera fundación de la ciudad de Cartagena de la que tenemos verdadera constancia histórica se produce sobre el año 227 a. de C, cuando la instaura el general cartaginés Asdrúbal el Bello —yerno de Amílcar Barca, arrogante conquistador de Iberia—, quien le da el nombre de Qart Hadasht, principal base púnica erigida en torno a la riqueza minera de sus sierras colindantes y a la seguridad inexpugnable de su bahía natural. Tras la conquista romana, a cargo de Escipión el Africano, se la llamó Carthago Nova y pronto adquirió rango de municipium, para llegar a ser una de las más importantes urbes romanas de Hispania. Hacia la mitad del siglo VI arribaron a su puerto los bizantinos de Justiniano I el Grande, y la llamaron Carthago Spartaria por la riqueza en esparto de sus alrededores. El rey visigodo Suintila la asoló, en la siguiente centuria, provocando la caída del poder de Bizancio en la Península, y el declive inexorable de la ciudad, hasta que la invasión árabe impuso su ley y los recién llegados arabizaron su nombre legendario para llamarla Qartayannat al-Halfa; es decir, y de nuevo, Cartagena la del esparto, mientras por cada uno de sus “pico esquinas” podía oírse el lastimero y sentido cantar de los almuecines desde los minaretes de cada mezquita de esta tierra de abolengo de tan larga y dilatada historia. Cartagenera es mi mujer, un poco cartagenero soy yo también por amor a ella, y por fidelidad a mis recuerdos imborrables del tiempo de nuestro noviazgo, cuando comencé a recorrer las calles monumentales de esta ciudad a la que sobra historia, clase y elegancia. Pasear tantas veces su casco antiguo que ha sabido conservar el regusto de un modernismo señorial, o, enfilar su Calle Mayor, y el monumental Ayuntamiento para acercarme hasta el puerto y contemplar asombrado los cinco destructores tipo Fletcher cedidos en los años cincuenta por el ejército americano a nuestra Armada, a los que llamaban los cartageneros con gracejo, Los Cinco Latinos, o los submarinos que alineaban el huso de su oscuro casco a lo largo de los muelles del Arsenal.
Por eso, estar aquí en estas playas paradisíacas, a veinte minutos de esta ciudad íbera, cartaginesa, romana, bizantina, árabe y cristiana, siempre ha sido un deleite para mi espíritu, una relajación perfecta de la mente, un gozoso reencuentro con tan buenos amigos como tenemos en esta zona, poseedores en su habla coloquial, de un delicioso acento que resulta absolutamente inconfundible para quien ha vivido por estos pagos algún tiempo, y que en absoluto puede confundirse con el acento murciano de la capital, también peculiar y melódico, aunque distinto, porque hasta en eso hay rivalidad entre ambas ciudades que se admiran, envidian y vilipendian mutuamente —con cariño, eso sí—, siendo tan próximas, más sin embargo tan distintas, pero a la vez complementarias, para conformar con todas las demás poblaciones de la provincia una región de mucha riqueza, colmadas de gentes industriosas y emprendedoras, orlada de un paisaje inolvidable; de mar, huerta y montaña en abigarrada armonía, y poseedora de una gastronomía selecta por la abundancia de materias primas de calidad que tanto abundan en estas tierras haciendo de la Región una verdadera Arcadia marina e interior.
Todavía me quedan días de estar aquí disfrutando de la caricia marina, de los prodigiosos amaneceres, de los largos baños en el Mar Mayor cuya temperatura parece más propia de un balneario, de la lectura de libros que describen su historia, o el detenido rastreo que alumbra los muchos pecios de los que rebosan estos fondos marino, junto al roquedal del Farallón, pariente pobre de la Isla Grosa, o en los alrededores de Cabo de Palos, enclaves colmados de peligrosos bajíos que hicieron naufragar a multitud de embarcaciones fenicias o romanas cargadas de lingotes de mineral de la sierra minera cartagenera y otros objetos de valor, muchos de los cuales se exponen en el soberbio Museo de Arqueología Subacuática situado en el Paseo del Muelle del puerto cartagenero, magnífica exposición que no me canso de visitar. O bordear otro día la costa alicantina, hasta Santa Pola, para arribar en barco hasta la isla de Tabarca que colonizó Carlos III con pescadores genoveses tras limpiar su perímetro de piratas berberiscos, disfrutar de sus cuidadas playas y calas, y volver al puerto santapoleño para comer en Casa Batiste, el tradicional restaurante que tanto gustaba a Santiago Bernabéu, que fuera ilustre vecino de esta villa en sus retiros veraniegos. Conocí Batiste en los años ochenta, y me consta que sigue ofreciendo la calidad de sus mariscos, pescados y arroces, amén de su tradicional suflé, todo ello bien regado con el vino ilicitano de Matola cuya calidad ha mejorado notablemente a lo largo de los años.
Anochece cuando estoy terminando el artículo. Sale la luna llena, enorme topacio que alumbra con su vieja sonrisa el antiguo mar de nuestra cultura. Avergonzado pierde Júpiter su brillo mientras corre Venus hacia el horizonte del ocaso con su chorro plateado de luz. Pienso en silencio: “Pero, en un blog concebido, por Antonio Garrido, —este hombre admirable al que nunca los jaeneros podremos agradecer suficientemente lo que está haciendo por nuestra ciudad—, ¿no voy en este artículo a hablar de Jaén, aunque sea tan solo para pronunciar su nombre?“. Pues creo que ya lo estoy haciendo, porque un jaenero como yo, —nacido en la Plaza de las Palmeras, con el castillo y la altiva cruz como primera luz de mis ojos ¡nada más y nada menos!—, cuando habla, escribe, sueña o piensa, sobre temas distintos a los de su ciudad, ya está expresando su filiación amorosa a la tierra que lo vio nacer, porque está hablando, pensando, soñando o describiendo en jaenero, y todo cuanto diga, piense, sueñe o redacte un natural de esa tierra lleva el sello de la ciudad donde vino al mundo; un blanco prodigio recostado a la falda del soberbio monte calizo de vertical geología; la ciudad inolvidable de los atardeceres cortantes como cuchillos, el paisaje quebrado, la sencillez hecha seña de identidad. Esa antigua hurí que está dentro del corazón guardada como un tesoro que se hace más valioso y necesario conforme pasan los años, y se rememora con cariño estés donde estés.
Una ciudad que está pegada a ti como alma siamesa, pues hace tiempo nos herraron las entrañas con su nombre indeleble, y allí arde todavía grabada a fuego en los hondones del ser con llama inextinguible. Y aunque existen momentos en que reniegas de ella amargamente, clamando por su abulia y dejadez, por el lastimoso olvido de unos y otros, por sus costumbres congeladas, por su falta de iniciativa…, sin embargo, sigue siendo única para el jaenero auténtico, ese jaenero de bien que por mucho que apostate en ocasiones de su adoración permanente, la lleva en el corazón y la piropea como si fuera la mujer de sus amores. Hablo de Jaén, porque, pese a que a veces quiera evitarlo, pienso, sueño, escribo y vivo en jaenero, ya que estoy ligado para siempre a esta ciudad que siempre será única para mí, pese a que me sobra corazón para querer y admirar otros enclaves, marinos o urbanos. Por eso quiero terminar este artículo con unos versos del santanderino Gerardo Diego, el prestigioso poeta de la Generación del 27. Una composición admirable, de vibrante musicalidad gracias al paralelismo de esa coda que se repite una y otra voz y colma la historia de una ansiedad vivaz, de una encendida belleza. Un poema que, aun estando dedicado por su autor a una mujer cercana y lejana al mismo tiempo, se puede asemejar al recuerdo en la distancia de Jaén cuyos confines creo beber cada tarde que miro en dirección a poniente, y, aunque estoy sellado a ella en las coordenadas de la mente nos separa una distancia infranqueable tan solo accesible en la geografía del recuerdo, el amor y la memoria, que hace próximo lo lejano, grandioso lo nimio, eterno lo temporal. Habla ahora el poeta:
Un día, y otro día, y otro día
No verte
Poderte ver, saber que andas tan cerca,
que es probable el milagro de la suerte.
No verte.
Y el corazón y el cálculo y la brújula,
fracasando los tres. No hay quien te acierte
No verte.
Miércoles, jueves, viernes, no encontrarte,
no respirar, no ser, no merecerte.
No verte.
Desesperadamente amar, amarte
y volver a nacer para quererte.
No verte.
Sí, nacer cada día. Todo es nuevo.
Nueva eres tú, mi vida, tú, mi muerte.
No verte.
Andar a tientas (y era mediodía)
Con temor infinito de romperte
No verte
Oír tu voz, oler tu aroma, sueños,
ay, espejismos que el desierto invierte
No verte
Pensar que tú me huyes, me deseas,
querrías encontrarte en mí, perderte
No verte
Dos barcos en la mar, ciegas las velas.
¿Se besarán mañana sus estelas?
Sí. Lo harán. Será una larga y eternizada, que sellará un hermoso pacto de amor, porque Jaén y el jaenero son barcos que surcan las mismas aguas y pisan idénticas huellas; limpias estelas bajo la luna llena en un mar infinito de olivos y recuerdos compartidos.
Ramón Guixá Tobar
En el comienzo del otoño de 2021.
Foto del autor: La isla Grosa frente a las playas de La Manga.