¿Han visto ustedes alguna vez la típica película bélica basada en lo acontecido en alguna de las Guerras Mundiales, en la que siempre hay una escena en la cual el protagonista recibe tiros por todos los lados y no sabe ni por dónde le vienen? Me refiero a ese momento en el que el pobre soldado protagonista, totalmente indefenso y en tierra de nadie, nota cómo vuelan a su alrededor las balas, siente el impacto de la metralla y percibe cerca de sí las tremendas explosiones de las granadas de mano que le lanzan desde el bando contrario. Y que, milagrosamente, movido por el poder superior e incomprensible de saberse responsable de llevar a cabo la misión que le ha sido encomendada, logra zafarse de todo ese infierno, convertido en lluvia de munición dirigida contra su persona, corre hacia su trinchera buscando ayuda y, de pronto, en vez de ser recibido con los brazos abiertos y una cantimplora con agua fresca, se encuentra a la plana mayor de su ejército, apuntándole a la cabeza y dispuestos a disparar. Bueno, esta situación, exactamente, no suele pasar en las películas, pero algo así es lo que he vivido.
Y es justo en ese crítico momento, hablo ya de mi vivencia, en el que crees que pisas tu añorado refugio, en el que deberías de sentirte amparado por los tuyos, en el que tendrías que respirar tranquilo y protegido; justo en ese momento se te viene a la cabeza una frase, frase que nunca la has entendido pero que cobra todo el sentido del mundo en ese preciso instante: “!Al suelo que vienen los míos!”. Y se te queda una cara de panoli que no sabes cómo recomponerla.
No te lo puedes creer, porque no te lo quieres creer. O, al menos, así lo he vivido yo. Pero, como la situación es susceptible de ir a peor, lo hace, y vaya si lo hace… Cuando esos altos mandos de tu batallón, ese batallón del que has defendido, casi con tu vida, los banderines y colores, te obligan a volver por donde has venido, y te mandan, de nuevo, a la trinchera enemiga. Y continúas con cara de panoli, porque no entiendes nada. Lo único que sale de tu boca son preguntas nacidas de la desesperación y la incredulidad: “¿Cómo me podéis dar órdenes cuando llevo pidiendo vuestra ayuda, suplicando vuestra ayuda, para poder cumplir misiones vitales para ganar esta guerra y nunca me habéis atendido?”. “¿Cómo me podéis obligar a hacer eso cuando me habéis abandonado a mi suerte en el campo de batalla durante todo el tiempo que dura la contienda?”. Pero no hay respuestas, hay órdenes. Y, como rehúsas a obedecer las órdenes de tus superiores, automáticamente, te conviertes en un desertor y, muy a tu pesar, con un juicio sumarísimo, que te sentencia antes de celebrarse, te convierten en el enemigo público número uno y te hacen culpable de maquinar estrategias propias de Maquiavelo. Mientras tanto, tú sigues con cara de panoli, porque no te lo crees, porque no quieres creerlo… Y, una vez sentenciado como desertor, te conviertes en prisionero de guerra, en moneda de cambio entre ejércitos. Vaya tela…
Pero no creas que a tus comandantes les basta solo con la sentencia ejemplarizante, resulta necesario el escarnio público, el humillante acto de arrancar los galones ante el mayor número de espectadores y, a poder ser, con la banda de guerra tocando marchas de fondo. Qué mejor colofón que subir al “desertor” a lo alto del cadalso del patíbulo para demostrar al bando contrario que se repudia al ahora soldado raso. Pobrecillos, con eso lo único que consiguen es un acto de humillación, pero no hacia ese pobre soldado raso, sino hacia ellos mismos, los comandantes que se pliegan ante otro ejército, los comandantes que se someten a otro mando. Pobrecillos… Y al final, los pobrecillos, los comandantes que solo se han dedicado a dar órdenes sin pisar el barro del campo de batalla, los que han pasado revista sin mirar, jamás, a los ojos de sus soldados, los que nunca han contestado a las misivas desesperadas de sus subordinados rogando su ayuda cuando era necesaria; esos, firman un tratado de paz con el creen que ganan… Qué ilusos, cuando realmente están firmando una rendición sin condiciones en la que salen perdiendo. Y no me refiero a que pierdan a ese pobre prisionero de guerra que, sin comerlo ni beberlo, huyó de la trinchera enemiga en la que le traicionaron y recaló en la suya, en la que le volvieron a traicionar; sino que, con ese tratado, pierden la confianza del pueblo que un día los eligió para defenderlo. Se han defendido a ellos mismos, no solo han traicionado al soldado… Han dejado de ser los “ilusionantes” para ser los “ilusos”…
Pero, como la memoria humana es altamente selectiva y nos aferramos a lo que nos conviene en cada momento. De pronto, dentro de mi relato autobiográfico, eso sí, lleno de licencias, finaliza esa película bélica que me ha servido de guión hasta ahora y comienzan los acordes, dentro de mi cabeza, de otro filme archiconocido, la saga de Rocky. Y es curioso cómo se puede visualizar a ese boxeador que te dice mirándote a los ojos y con la boca ligeramente torcida: “Lo importante no es lo duro que te peguen, sino de lo que eres capaz de aguantar. Así se gana”. Madre mía, Rocky, lo has bordado. Y es ese el consuelo que encuentras, aguantar los palos, aguantar las balas, las granadas de mano, aguantar las puñaladas por la espalda, aguantar… De una escena a otra pasas de ser un pobre soldado degradado y desertor a un boxeador molido a palos pero que aguanta como un jabato con cara de panoli.
Así pues, después de digerir la traición, de los míos y de los demás, después de asumir la felonía, después de que la ingratitud me haya abierto los ojos…, me quedo con esta profunda frase que me servirá de faro en mi vida: “Siempre nos quedará Rocky Balboa aguantando y aguantando. Porque así es como se gana. Gracias, Rocky”.