Las primeras tiras de Quino que cayeron en mis manos me las confiscó mi hermana mayor so pretexto de que a su juicio no estaba preparado para entender la ironía del pensador argentino. Es posible, pero lo cierto es que a los doce años atisbé la carga explosiva de Mafalda no en su rechazo a la sopa ni en su querencia a las preguntas, sino en la viñeta en la que un niño pobre miraba a la protagonista circular en su bicicleta nueva con ojos de encíclica.
La mirada de encíclica es lo contrario a la mirada resentida con la que observan ahora Puerto Banús quienes veranean en casa, de la misma manera que el buenismo de ahora es lo contrario a la bondad de Quino, que tampoco es bondad en espera, sino que se abre paso a codazos para no recibirlos ella. Mafalda, lejos de participar en la revolución de las flores, apuesta por pedir la paz, no como una miss, sino como un guerrillero.
Quino, empero, no es el Che porque es consciente de que el soldadito boliviano y el comandante gaucho tienen idéntica relación con la tiranía. La crítica a Cuba y a su regente, la URSS, coinciden en sus tiras con la denuncia al imperialismo yanqui y al dominio del dinero. Lo que le convertiría hoy en un filósofo en tierra de nadie, ese espacio entre dos trincheras donde malviven los solteros de la política, aquellos que no se casan con nadie.
Foto: Mafalda y su creador, Quino. Foto: Augusto Starita.