Por ANTONIO MARTIN MESA / Esta semana, en concreto el jueves 19 de noviembre, el Congreso de los Diputados aprobó por amplia mayoría el Pacto de Toledo, que permitirá la reforma del sistema público de pensiones en España. Se trata, sin duda, de una gran noticia; por una parte, porque después de varios años de trabajos se ha logrado consensuar las líneas maestras de la reforma de un sistema que afecta directamente a más de 9.500.000 personas (pensiones de jubilación, de viudedad, orfandad, incapacidad permanente, etc.) y, por otra parte, porque el acuerdo ha gozado de una amplia mayoría parlamentaria: 262 votos a favor (PSOE, PP, UP, Ciudadanos, PNV, UPN, Compromís, Nueva Canarias, Coalición Canaria, PRC, y parte de Junts per Catalunya), la abstención de Vox, ERC, Bildu, Más País, Foro Asturias, Teruel Existe y BNG, habiendo tenido solo dos votos en contra, los de la CUP. Así se deben afrontar las reformas decisivas, con un amplio respaldo parlamentario y, consecuentemente, social. Debería servir de ejemplo para otras muchas cuestiones políticas, sociales y económicas de urgente resolución en el panorama actual.
No cabe duda de que el sistema público de pensiones no es sostenible a medio y largo plazo, ni tan siquiera a corto, en su actual concepción. Sirva de ejemplo que, según las previsiones gubernamentales, en 2021 el gasto en pensiones se elevará hasta los 167.342 millones de euros, de los cuales el Estado habrá de transferir a la Seguridad Social 31.177 millones para lograr afrontar su pago. Además, el Fondo de Reserva –la denominada “hucha de las pensiones”- se ha reducido desde los 66.815 millones de euros que alcanzara en 2011 hasta los 3.695 con que se cerró el ejercicio de 2019. Es evidente que la viabilidad del sistema de pensiones está en entredicho.
El problema no es nuevo, ya que arranca desde la década de los años 80 del siglo pasado, cuando creció exponencialmente el número de pensionistas por el envejecimiento demográfico de la población española, el aumento de la esperanza de vida, la proliferación de las jubilaciones anticipadas, el acceso al régimen general de nuevos colectivos de pensionistas y la implementación de las pensiones no contributivas. Asimismo, los sucesivos incrementos de la pensión media en aquellos años y los numerosos defectos de su diseño institucional y los problemas de gestión y de control (acceso fraudulento a pensiones de invalidez, corto periodo de tiempo para el cálculo de la pensión inicial, etc.), determinaron que el sistema presentara visos de inviabilidad.
Desde entonces, de forma reiterada, se han afrontado sucesivas reformas parciales, tales como la Ley 26/1985, que elevaba el periodo mínimo de cotización para tener derecho a pensión y ampliaba el promedio de bases de cotización para el cálculo de la pensión inicial; la ley de pensiones de julio de 1997, que ampliaba aún más –hasta 15 años- el promedio de bases de cotización para el cálculo de la pensión inicial y establecía que las pensiones no contributivas se financiaran a través de los Presupuestos Generales del Estado; la reforma de 2001, que creó el Fondo de Reserva de la Seguridad Social –“hucha de las pensiones”-, al que se destinarían los excedentes en tiempos de bonanza; la reforma de 2007, que estableció la concesión de incentivos a los trabajadores que ampliaran su vida laboral más allá de los 65 años; la reforma de 2011, que retrasó la edad legal de jubilación hasta los 67 años de forma gradual (se alcanzará en 2027), incrementó el periodo de cotización para tener derecho al 100% de la pensión hasta los 37 años y amplió el periodo de cómputo para el cálculo de la pensión inicial hasta 25 años; en 2013 se dejó de vincular a la inflación la revalorización anual de las pensiones, estableciendo un muy discutido “factor de sostenibilidad” (calculado a partir de la edad de jubilación, el número de años cotizados y la cuantía cotizada) para el cálculo de las mismas, así como un denominado “factor de equidad intergeneracional” que ligaba la pensión inicial con la esperanza de vida. El común denominador de todas estas reformas, que pretendían dotar de una mayor viabilidad al sistema público de pensiones, es que se aprobaron por los respectivos gobiernos de turno sin contar con el suficiente consenso parlamentario.
La novedad de esta semana son los 262 votos favorables, entre ellos los del PSOE y PP, con solo 2 votos en contra (CUP). Ahora creo que estamos sentando las bases, por primera vez, para una reforma de largo alcance y que garantice que nuestros mayores tengan asegurada su pensión y no estén con el “alma en vilo” y el “sin vivir” de las dudas ante los nubarrones que continuamente acechan al sistema.
Las recomendaciones del Pacto de Toledo son de una gran amplitud y van desde la revalorización anual con el IPC, las relativas al cálculo de la pensión, la edad de jubilación, la fiscalidad, discapacidad, migración, aspectos relativos a autónomos, asalariados, mujeres y jóvenes, las mutuas, los incentivos al empleo, el control del sistema, etc. Obviamente, estas recomendaciones se habrán de plasmar en las correspondientes leyes. Esperemos que el consenso actual no se rompa en el proceso de tramitación de los textos legales.
En una próxima colaboración en esta sección de “Firmas invitadas” entraré en el tenor de estas recomendaciones del Pacto de Toledo.