Que los gobiernos incluyan en sus programas económicos y sociales medidas concretas destinadas a mejorar las rentas más bajas resulta aceptable e, incluso, necesario. Aún puede considerarse lógico que quieran utilizarlas como ejemplo de sus logros, especialmente las que afecten directamente a las retribuciones salariales, aunque, en el fondo, persigan la obtención de la rentabilidad política consiguiente.
Una de esas medidas, concretamente la relativa a la revisión del Salario Mínimo, suscitó una amplia polémica a raíz de enero de 2019 cuando se fijó en 900 euros, un 22.3% sobre el nivel anterior, la cual se ha recrudecido ahora cuando el nuevo gobierno, en su primera reunión, decidió elevarlo hasta los 950 euros, cuantía que supone un incremento del 5.50% y eleva al 34% el incremento registrado con respecto a los 708 euros en que se cuantificaba en 2017, cifra que podría situarse al final de esta legislatura en 1.200 euros, si nos atenemos a la pretendida intención del gobierno.
No es de extrañar, por tanto, que, como hemos señalado, el debate se haya intensificado después del último retoque, especialmente por la contestación de las pequeñas empresas y de sectores concretos radicados, sobre todo, en provincias cuyo motor básico de la actividad económica es la agricultura y, con más motivos, si, como ocurre en muchos casos, los precios de los productos, cada vez más regresivos, alcanzan, a dura penas, a cubrir los costos de explotación, como en algunas provincias de Andalucía, Extremadura, y las dos Castillas, entre otras, especialmente si tenemos en cuenta que en 2019, el PIB del sector agrícola ha descendido en torno al 6.5% y el nivel de empleo ha presentado un claro descenso.
La contundencia de las justificadas manifestaciones recientes de los agricultores en estos puntos, corrobora la asfixia y el olvido a que se está sometiendo al sector agrícola que, como hemos resaltado, no solo se ve agravada por el escaso retorno de sus explotaciones sino que, además, constatan cómo el incremento de los costos que supone la elevación del salario mínimo recrudece su crítica situación, restando atractivo a ésta actividad e incidiendo singularmente sobre la despoblación progresiva que están sufriendo estos territorios, lo que supondrá, en el futuro, una enorme amenaza para el relevo generacional de este sector.
Por otro lado la subida indiscriminada del Salario Mínimo atenta, de forma clara, contra la creación de empleo, pues si analizamos la EPA del pasado año confirmamos que 10 comunidades, entre las que se encuentran las citadas anteriormente, cuyas economías guardan una sustancial dependencia del sector agrícola, han destruido empleo y que la creación de los 402.300 nuevos puestos de trabajo se ha centrado, preferentemente, en unas pocas comunidades evidenciando que el mercado laboral está agudizando los contrastes,haciendo más patente el drama de la España interior vaciada.
Es necesario, por tanto, atemperar las decisiones económico-sociales, especialmente las relativas al incremento del SMI, a la realidad económica, dirigiendo el foco de atención hacia este sector, desarrollando medidas concretas a fin de evitar el agravamiento de su situación económica, sin olvidar que las subidas anunciadas originan un efecto fiscal que puede, incluso, perjudicar a los beneficiarios ya que muchos de ellos rebasarían el límite exento en la declaración del IRPF, lo que podría absorber los incrementos salariales obtenidos.