Ha amanecido este día de noviembre ataviado con un delicado terno de tristeza, adamado de nostalgia. La mañana es húmeda; algo destemplada. Cae agua mansa, anhelada por los olivareros y predicha por los vientos “derechos”, que soplaron con insistencia en el estío juliano desde el Golfo de Cádiz, así como por la bajada de presión en el entorno de san Martín, el punto más decisivo de cara a pronosticar la temperie que va a instalarse a partir de esta jornada. Comienzo a redactar este artículo cautivado por los delicados compases del adagio de la Séptima de Bruckner, mientras el creciente aguacero juega a las canicas sobre las ventanas del salón. En cada descanso, racheando los pies, accedo al jardín para aspirar con deleite la humedad del ambiente; ese efluvio dulzón y pegajoso que cala el alma con hondura casi dolorosa. La cúspide de Jabalcuz yace oculta a las miradas, velada por una niebla plúmbea, espesa. El magno observatorio de su cima, desde el que se puede abarcar en días limpios el dilatado universo jaenero, se esconde hoy a los que buscan en él indicios meteorológicos. Y es que cuando queremos poseer un pronóstico exacto del tiempo que se avecina, el riesgo de una lluvia fecunda, caladera, la furia del vendaval o el sinuoso y rutilante culebreo de la tormenta, nuestra mirada se posa inconscientemente en las cúspides de este violáceo coloso; el monte protector de la ciudad, el Olimpo jaenero, el Parnaso délfico rodeado de olivos, la mole habitada por todo el panteón local, vigilante incansable de nuestros contornos; observador implacable y tenaz de cada uno de los movimientos que realizamos quienes vivimos en esta tierra.
Cuando Jabalcuz está encapotado todos los jaeneros saben que deberán guarecerse de un próximo chubasco, pues su altivo penacho de nubes se genera cuando abordan Jaén los vientos ábregos del sudoeste que riegan nuestros campos con agua atlántica, parte de la cual es retenida por el olivar e incorporada a su savia, desde las extensas raíces ancladas a la tierra jaenera. Pronto se convertirá, en sutil alquimia invisible, en óleo sagrado, milagrosa medicina natural, fuente de cultura, riqueza e identidad de nuestra tierra. El agua restante es devuelta al gran océano por los emisarios del Río Guadalquivir, que navega desde Cazorla con la pompa propia de quien se sabe importante —príncipe de nuestras cuencas fluviales, recibiendo los puntuales tributos de sus afluentes sin descomponer su mayestática parada militar en busca de los arenales de Doñana, y la costa baja de Sanlúcar. Desde este puerto, donde se mezclan aguas que comparten diferentes salinidades, partió, en 1519, la expedición de Magallanes y Elcano que circunvalaría por vez primera la Tierra, retornando tres años más tarde la nave Victoria, única de las cinco que comenzaron el periplo, remontando el curso del Río Grande, desarbolada por los temporales, pero navegando, orgullosa y altanera, con sus bodegas abarrotadas de apreciadas especias, y raros presentes camino de Sevilla.
Otoño mediado. Bebo con calma un zumo de granada, al que he añadido toda la fibra producida al exprimir el apasionado y salutífero fruto. La ajustada y zaína montera de Jabalcuz anuncia la lluvia en Jaén. Ya el geógrafo y cronista Al- Himyari, en su descripción del Yayyán árabe, valoraba las tierras situadas junto a la mole imponente de nuestro monte protector, al pensar que siempre estarían mojadas, siendo más fértiles que las más alejadas del mismo, pues éste, con el poderoso imán de su escarpada y soberbia anatomía, atraía las nubes y las lluvias. En aquel tiempo, existía una línea geográfica siguiendo la sombra protectora jabalcuzquiana, que seguía la llamada carrera de las nubes, cotizándose los olivares, vegas o viñedos que quedaban amparadas por la misma, de forma superior en los tratos de compra y venta, al intuir los habitantes de la villa, que tenían asegurado el rendimiento de las cosechas, si sus propiedades participaban de la humedad producida en sobre los despeñaderos calizos de este tutor secular de la ciudad.
Jabalcuz. ¡Cuántas veces he ganado su cumbre por distintas vertientes, y con diversos acompañantes y templanzas aéreas, a lo largo de mi existencia! En su cima, sentado sobre un sitial de nubes, montañas azules y nieves lejanas, se obtiene en días diáfanos una espléndida visión de la alta mar del horizonte que siembra escalofríos en las entrañas.
Por fin me he podido sentar ante el ordenador sin demasiadas molestias. Me encuentro mejor. Hace catorce días que entré en el quirófano para operarme de dos hernias inguinales, una en cada vertiente de mis zonas pudendas, que había dejado abandonadas de manera poco conveniente. Pero me he puesto en las manos buscadas de un gran cirujano jaenero, Antonio Gómez, que me ha dejado renovado en poco tiempo, con ganas de retomar las fuerzas perdidas para seguir subiendo las sierras de los alrededores en busca de espacios limpios, de aires con sabor a cumbre inaccesible, de brisas amables, de vuelos de majestuosas rapaces que planean sobre tu cabeza y te hacen sentir una necesidad imperiosa de aprender a elevarte para volar a su lado. Una recuperación que está siendo sorprendentemente rápida, lo que habla de las manos sabias del cirujano, cuya fama acendrada no es casual. Tras unos primeros días de lógicas molestias, asistí a su consulta para que me levantara el apósito y me diera el visto bueno sobre la evolución del proceso. ¡Cómo me tranquilizaba ver, tumbado en la camilla mientras exploraba el galeno con manos expertas mi bajo vientre, la efigie portentosa del Señor de la Expiración que preside su consultorio. Porque él ha llevado sobre sus hombros, muchos jueves santos, el delicado y excelso crucifijo —sin duda la más bella y valiosa talla de nuestra pasión jaenera—, desde que se fundara el Cuerpo de Costaleros de tan entrañable cofradía, a principios de los ochenta. Médico y paciente; pasión compartida por una hermandad única que me hizo sentirme seguro, sabiendo que estaba en buenas manos. En las manos de un hombre que declaró en una entrevista periodística algo conmovedor para mí: “si hubiera nacido mil veces, mil veces hubiera sido cirujano…”, lo que habla de su vocación en el ejercicio de tan noble profesión, actividad humana que desde luego no podría entenderse de otra forma.
Cambio de música. Ahora oigo los compases vibrantes, estremecedores, triunfantes, del movimiento inicial del Oratorio de Navidad, en la versión del flamenco René Jacobs, partitura que no dejará de acompañar mi vida cotidiana hasta que pasen las fiestas navideñas. Y así lo haré durante este mes, en el adviento decembrino y en los días sagrados en que conmemoramos los creyentes la humanización divina gestada en un hombre que siendo Dios se iguala a nosotros, por amor, sin perder su condición celeste. No ha existido en la historia del Universo un proceso parecido, un Misterio tan preclaro y decisivo para el porvenir de la raza humana. Y mi fe en este hecho, que une cielo y tierra en la figura del neonato en el portal belenita, no la he aprendido de labios humanos, sino que me ha sido transmitida por la gracia divina; de ahí que esté anclada para siempre en los hondones de mi ser.
Me recupero con tranquilidad, serenamente, pausadamente; paseo con calma, sin forzar la marcha, por los alrededores de mi casa contemplando los arriscados y soberbios paisajes que me rodean. Leo, estudio, oigo música, escribo, pero, pese a no faltarme ocupaciones en mi sosegada cotidianeidad, siento una nostalgia creciente del Jaén al que no puedo visitar desde hace ya diecisiete largos días. Estoy pleno de mí mismo en estos días, recordando la frase del poeta latino Albio Tibulo: “In solis sis tibi turba locis”; es decir, en la soledad debes ser tu propio mundo. Desde luego es algo que se me ha dado siempre muy bien, yo que soy persona vitalista, amiga de compañías entrañables, de francachelas tumultuosas. Sin embargo, tantas y tantas veces busco entrar en contacto con mi propia mismidad y para eso no se necesitan invitados. Basta tener un mundo propio. Ahí surgen revelaciones e intuiciones que de ordinario no se alumbran en el fárrago del trato humano. Deberíamos hacerlo con más frecuencia. Renueva la mente y el espíritu. Y saber siempre que cada día es una pequeña vida; un inmenso don que se nos concede, y debe recibirse agradecido, con los ojos muy abiertos y el corazón latiendo desbocado ante la maravilla de la existencia. Hay que eternizar cada minuto que aún se nos permita pasar sobre la Tierra.
Pero, aunque me siento cada día mejor, me invade una tremenda nostalgia de no poder coger el coche de nuevo, cruzar el Portichuelo, con un pellizco de ansiedad, pasar junto a la vieja calera, contemplando la herida causada al monte que deja al descubierto, como una fea caries excavada por la industria humana, la blanca caliza cretácea, sembrada de fósiles de lamelibranquios que siempre me ha gustado recolectar en esta zona, junto a mis alumnos, mientras les decía que, en cierto momento, hace cien millones de años, la línea de costa estaba muy cerca de los alrededores de Jaén. Que en ese mar somero se estaba depositando el barro calizo junto a las conchas externas de los bivalvos que quedarían más tarde incluidas en la roca cuando cementara el conjunto. Explicarles que después el mar se fue retirando hacia el sur hasta la posición que ahora ocupa.
Nostalgia de la ciudad en la que nací. Nostalgia de llegar a su caserío desde el desmayo del paisaje sureño, aparcar en los alrededores del Seminario y avanzar con impaciencia por la Carrera de Jesús hasta que se desboque el corazón contemplando el prodigio catedralicio que se abate sobre ti como una ola de pasión indescriptible. Nostalgia del olor a café recién molido, del sabor dulzón y exótico de la canela, del sonido de los pasos de los camareros, de las prosaicas conversaciones de los clientes, del rumor de las monedas sobre la barra, de los gestos de los transeúntes camino del trabajo, de esa sensación de estar en un ambiente que siempre ha sido el tuyo. Nostalgia de adentrarme en esta villa pequeña, entrañable, dormida en un sueño secular, pero cuyo contacto provoca en el alma una sublime pirotecnia de sensaciones únicas, de recuerdos imborrables. Nostalgia de acceder al templo sagrado, rezar bajo la grandeza vertical del Señor de la Buena Muerte, adentrarme con respeto en la capilla del Santísimo, y en la genuflexión —que ya nadie observa, debe ser que no saben qué sucede ahí—, quedar postrado ante el Misterio en el que creo desde que nací. Nostalgia de charlar con algún canónigo amigo antes de revestirse para celebrar la Misa entre un grupo pequeño de fieles cotidianos. Y allí saber, una vez más, que si faltara Dios —ese gran estorbo del hombre moderno—, se desplomaría la esperanza. Todo perdería sentido. El día se haría noche y él vértigo de un abismo insondable, quedaría convertido en epidermis intrascendente.
Al salir del templo —quemando el agua bendita en la frente, como me enseñó a hacer mi madre—, nostalgia de encontrar más tarde un buen camarada y compartir con él una ración, o ración y media, ¿por qué no?, de churros crujientes, oleosos, en la calle Espartería. Pues la amistad es como las estrellas nocturnas, que aunque no podamos verlas, porque la noche sea nublada, sabemos que siempre están ahí. Nostalgia de gestos cómplices, de sonrisas sinceras de susurros irónicos, de cuentos hilarantes, de proyectos de ojos brillantes, de silencios eternos… Nostalgia de contemplar el ajetreo de las gentes que van al mercado arrastrando sus carritos encorvados por la cuesta. Nostalgia de las proclamas de los vendedores de la ONCE, de los encendidos pregones de los camareros que invitan a los indecisos que parados en el umbral, ventean con lujuria el aroma de la masa frita, a hacerse un hueco en el interior, mientras resopla la locomotora que calienta la leche antes de ser vertida en el café, y el cliente recibe en sus manos, además del tonificante brebaje, el décimo de la Lotería de Navidad que ha solicitado, al que mira de soslayo, con escéptica complicidad, antes de guardarlo en su faltriquera.
Nostalgia de palabras, gestos y sonrisas, que no por conocidos, —pues se repiten perennemente—, dejan de hacer mella en los adentros, como si fuera parte del paisaje que necesitamos a nuestro alrededor para sentirnos vivos y enlazados con la auténtica esencia de la ciudad; con otros jaeneros muertos, vivos y por nacer.
La tarde, cuando estoy dando fin a este escrito, se ha metido en agua constante y caladera. Estaba tan concentrado que apenas he sentido la molestia abdominal que me advierte que debo cambiar de postura, sentarme junto a la lumbre que mi primera mujer ha preparado con sus manos hábiles, acariciar un buen libro tomado de la estantería —decía Borges que el Paraíso debe ser algo parecido a una biblioteca—, sintonizar Radio Clásica, y sentir la serenidad, el sosiego, la honda sensación de que voy mejorando y pronto estaré bien del todo. El crepitar del fuego ahogará la monótona cantinela de la lluvia fecunda, y, en cada descanso, cerraré un momento los ojos y saborearé la inmensa nostalgia que tengo de poder ir de nuevo a Jaén, a esta ciudad a la que resulta imposible dejar de querer, para vivir una jornada más, intrascendente, quizá, pero siempre nueva, gloriosa, reparadora, enriquecedora. Porque Jaén está lleno de misterios insondables, de bellezas ocultas, de magia sencilla, pero cautivadora que impregna cada una de sus esquinas urbanas, cada rostro de sus viandantes, cada rayo de sol que se posa sobre un tejado y hace nacer una rosa de amor apasionado en su contacto.
Jaén es un crisol de sentimientos contrapuestos; hasta tal punto que a veces recordamos la frase de Ovidio para definirla: “Nec sine te nec tecum vivere possum”. Porque es así, ni con ella ni sin ella es posible vivir en tantas ocasiones. Pero resulta ¡tan necesaria, tan importante a nuestros ojos, tan íntimamente nuestra! Jaén es lo más nuestro que poseemos. Lo cual es un universo, pues son pocos los jaeneros que puedan sustraerse a esa cautividad sentimental que nos encadena a su viejo solar. Pero asimismo existen otros que no logran darse cuenta de ello. Me consuela saber que ya Chesterton, uno de mis escritores ingleses favoritos, escribió en una ocasión que: “La mediocridad, posiblemente, consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta”. Será que la agudeza visual no sea una característica física que posean ciertos seres nacidos en esta tierra inigualable.
Nostalgia de la ciudad donde vine al mundo. Como distraídamente castañas asadas en el hogar. Leo con avidez. En los descansos me hipnotizan los ígneos y caleidoscópicos arabescos de la lumbre de olivo. Estoy sereno, apacible, lúcido, pero siento una inmensa nostalgia en esta noche de lluvia.
Foto: Residencia de Mayores Fuente de la Peña.