Cabe la posibilidad de que el acuerdo de gobierno alcanzado entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias no incluya en su punto tercero la ilegalización del gel porque, al fin y al cabo, un socialista es un antisistema que se ducha, pero en todo lo demás hay que ponerse en lo peor. Esto es, en la independencia de Cataluña, en la abolición de la monarquía y en las vacaciones pagadas en el Gulag, el Benidorm comunista, a la población facha, que para esta gente es tanto el caballo de Abascal como el votante democristiano.
El aplauso al pacto aclara que España es un país, no de imbéciles, que también, sino de insensatos porque una parte de la nación tiene con quien la quiere destruir la deferencia del glóbulo rojo con la célula cancerígena. Dicho de otro modo, que el economato es una opción válida frente a las grandes superficies, lo puedo decir yo, pero no la empleada de Mercadona. Y que Amancio Ortega es peor que la alta costura lo puede decir Podemos, pero no yo, que le tengo aprecio al bies y a los personajes que generan empleo.
La Paracuellos mediática intentará ahora convencer a la opinión pública, siempre tan inocente, de que a Pedro Sánchez no le ha quedado otra que pactar con el epígono de Stalin, pero lo cierto es que Sánchez tiene también algo de Stalin. Y no es el bigote. Tampoco los muertos, claro, pero sí la soberbia y ese desprecio al rival que comparte con su nuevo socio, lo que confiere al apretón de manos rango de pacto entre iguales.
A ver, no es que Sánchez salive como Iglesias cuando un ultraizquierdista golpea a un policía ni que sueñe con azotar a la exmujer de Herrera ni que en la vieja pendencia entre el escaparate y el encapuchado se decante por el segundo, pero el presidente en funciones y el vicepresidente en ciernes tienen en común su resentimiento contra la prosperidad, su discurso maniqueo y su apego a la trinchera, esa zanja politizada.