Si los Presupuestos Generales son el compendio de la estimación de ingresos y gastos de cualquier país, el “maná” que hace posible su desarrollo son los sistemas fiscales que especifican el desembolso concreto por cada concepto que los ciudadanos debemos sufragar durante el ejercicio fiscal determinado. Así, si aceptamos que los impuestos son una detracción necesaria de la riqueza que cada contribuyente genera en el periodo referido, destinada a cubrir los gastos de utilidad pública y los gastos generales del Estado, consecuentemente deberíamos exigir que la distribución individual del esfuerzo fiscal en la participación recaudatoria general sea, sobre otras características, equitativa, proporcional, progresiva y, especialmente, eficiente en la gestión.
Los impuestos han sido el medio más usado por cada gobierno para sustentar sus políticas sociales y económicas, en las que subyacen las ideologías concernientes al color político del partido gobernante. De ahí que los sistemas fiscales sean objeto de continuas reformas parciales, que no sólo se utilizan para nutrir las arcas para desarrollar el gasto previsto y la adaptación a las exigencias de las coyunturas socio-económicas, sino que los gobiernos pretenden servirse de este medio para captar votos en el caladero de los contribuyentes.
Las experiencias de los últimos años demuestran que, a pesar de los repetitivos retoques arbitrarios introducidos en cada ejercicio tributario, nuestro sistema fiscal requiere de una nueva reforma global, que facilite una mayor eficiencia recaudatoria para cumplir con el objetivo de situar el déficit fiscal en los término exigidos por nuestros socios comunitarios, sin menoscabar los niveles asistenciales y educacionales y preservando las inversiones del estado, de tal forma que mantenga la actividad económica en términos adecuados para impulsar la creación de empleo.
Si tenemos en cuenta que en términos recaudatorios nuestro país está muy lejos del nivel medio de la Unión Europea, concretamente a 77.000 millones de distancia, no podemos más que admitir que las subidas fiscales que puedan implementarse por este u otro gobierno no serán suficientes para lograr los objetivos deseados, si no se consigue mejorar sustancialmente el nivel de eficiencia.
La ligereza con que se chapucean las últimas modificaciones introducidas en el sistema, buscando más el remiendo inmediato que la solución definitiva, y, lo que es más lamentable, la rentabilidad electoral como primer objetivo, elimina la posibilidad de establecer un amplio debate público en el que deben dejar al margen las intenciones partidistas, que perjudican no solo al contribuyente sino a los objetivos generales, centrado en determinar aspectos tales como si se quiere privilegiar la imposición directa o indirecta, la reformulación del ajuste del impuesto de sociedades (cómo es posible que el montante recaudado por este concepto haya pasado de 44.000 millones en 2008 a 23.000 en 2017, cuando las empresas están incrementando, en términos medios, sustancialmente sus beneficios?), la revisión de todas las desgravaciones y deducciones que afectan al sistema, y, sobre todo, el análisis de los impuestos sobre la renta, patrimonio y sucesiones, todo ello sin olvidar el gran sumidero que supone el fraude fiscal, de tal forma que el contribuyente perciba que merece la pena su contribución necesaria en el sostenimiento del gasto público.