Desde el siglo XVIII la sociedad occidental ha ido desarrollando un paulatino proceso de secularización, debido a múltiples causas históricas, sociopolíticas y culturales. La supremacía casi total de la ciencia positiva y del método científico como única forma auténtica de conocimiento, ha hecho que, de entre todas las facultades mentales, la razón sea la predilecta de nuestra civilización occidental, y lo racional predomine sobre cualquier otra circunstancia del ser humano. Esto ha llevado a una simplificación de la realidad humana, a una reducción de lo válido a sólo aquello que proviene del uso de la razón. La realidad que no puede percibirse por la razón no merece la pena ser tenida en cuenta.
Como consecuencia de esta hipertrofia de la racionalidad y del desprecio del resto de ámbitos, la civilización occidental, y por tanto el modo de vida predominante en la Humanidad actual, se ha vuelto unidimensional y desacralizado.
Hay que aclarar que las referencias a lo sagrado no se toman en relación a la práctica religiosa, o a la presencia de un Ser Divino, sino en un ámbito más amplio, tal y como describen Cassirer, Otto o Eliade. Lo sagrado es la otra realidad, donde se encuentra sentido y significado, completamente diferente a la profana. La realidad sagrada es metafísica y atemporal, y la realidad profana está sujeta al tiempo y al espacio, es material. Se entiende entonces, que en el proceso de desacralización de la modernidad, el resultado es una visión simplificada y unidimensional del ser humano, reducida a lo material y tangible.
Fernand Schwarz, afirma: “Desde el punto de vista antropológico, se reconoce lo sagrado a través de sus funciones mediadoras: los arquetipos, los mitos, los símbolos y los ritos. Es en esta función mediadora donde se encuentra el misterio de lo sagrado: este último, como realidad trascendente, se manifiesta, y al manifestarse se limita. Comunica su fuerza, reviste a un ser o a un objeto de sacralidad, permitiendo al hombre entrar en contacto con la realidad trascendente”[1]. Por lo tanto las víctimas de este proceso reduccionista son los arquetipos, los mitos, los símbolos y los ritos, como integradores de una realidad trascendente, quedando relegados por el positivismo a las etapas infantiles de la Humanidad.
Esta capacidad de contactar con lo sagrado se define por parte de los antropólogos como la posibilidad de vivir una experiencia completamente diferente de la experiencia profana, sin percepción del espacio ni del tiempo. En esta experiencia se produce una fascinación y un sentimiento de ser una criatura de otra dimensión de la existencia, se perciben las respuestas a las preguntas que la propia capacidad de autoconciencia se hace, y de alguna manera se intuye el sentido de la existencia. Posiblemente si no se hubiese desarrollado esta capacidad de conectar con lo sagrado en los albores de la Humanidad, el impulso evolutivo se hubiese detenido, por incapacidad de encontrar un sentido a la vida, un por qué de la existencia, al mismo tiempo que la incipiente autoconciencia (posiblemente presente desde hace millones de años) hizo percibir que todo lo temporal se acaba perdiendo. Hubiese sido muy difícil la lucha consciente por la supervivencia, si no se encuentra un motivo sólido para vivir.
Nos encontramos por tanto ante la siguiente situación: a lo largo de los últimos ciento cincuenta años la consideración acerca del ser humano se ha visto reducida a su existencia material y tangible, como única realidad válida para la ciencia, la única vía de conocimiento digna de ser considerada como tal. Y se ha privilegiado la razón y la lógica como las únicas funciones mentales necesarias para abordar la realidad material. La función simbólica queda relegada a la incivilización, vestigios de un momento mágico y primitivo de la Humanidad. Y con ello, pierde su razón de ser del mito, el símbolo y el rito.
Sin embargo a lo largo del siglo XX numerosos autores del ámbito de la antropología y del resto de las ciencias del hombre, descubren y ponen de manifiesto que la realidad del ser humano es mucho más compleja, tal y como también se aprecia en la sabiduría de sociedades arcaicas y tradicionales, siendo una unidad pluridimensional. La realidad esencial del ser humano no se reduce a una realidad racional, sino que engloba muchos otros planos de sentimientos e emociones, que requieren de otras funciones mentales para transitar por esas realidades, como son la función simbólica o la intuición. La esencia del ser humano no varía por el hecho de que cambien las definiciones. Y en pleno siglo XXI siguen vigentes las mismas necesidades y realidades interiores que se tenían en los albores de la Humanidad. Ante una realidad material temporal y pasajera, sigue siendo necesario encontrar el sentido de la existencia, la respuesta a las grandes preguntas de la vida y un motivo para desarrollar lo mejor de uno mismo.
Y aunque el mito, el símbolo y el rito fueron condenados por la ciencia positiva al desván de las curiosidades etnológicas, siguen constituyendo las herramientas idóneas para explorar la realidad intangible, y a través de la función simbólica, poder integrar el conocimiento de las cosas inmateriales que pueden proporcionar un sentido más permanente.
Según Schwarz[2] la “desmitologización” de la sociedad está detrás de los sucesivos procesos de desencantamiento que se han ido produciendo: pérdida de interés por lo religioso, por la revolución burguesa y por la colectivización del modelo marxista. Y Rollo May es más rotundo: “El origen de muchos problemas de nuestra sociedad, incluyendo las sectas y la adicción a las drogas, puede ser atribuido a la ausencia de mitos que nos aporten la seguridad interna que tanto necesitamos para vivir bien en este momento. El aumento de suicidios entre los jóvenes y de la depresión entre las personas de todas las edades, se debe en gran parte, a la confusión y ausencia de mitos adecuados para la sociedad moderna.”[3]
Y Fernand Schwarz sigue diciendo “Los mitos son modelos narrativos que otorgan significado a nuestra existencia. Son como las vigas de una casa. Uno no las ve del exterior, pero conforman la estructura que sostiene el edificio, a fin de que las personas puedan vivir con seguridad.”[4]
Jung demuestra la existencia de arquetipos universales, que subyacen en el inconsciente y cuya ignota presencia condiciona las decisiones del consciente. Numerosos autores han ido poniendo de manifiesto, especialmente en la segunda mitad del siglo XX, que la función simbólica es primordial para poder integrar los arquetipos. Y este proceso es fundamental para encontrar sentido y significado, porque una de las facultades del mito es garantizar el pasaje hacia el origen, conectando cualquier realidad presente con el inicio.
La función simbólica descansa en la imaginación, la capacidad de trabajar mentalmente con imágenes que sólo existen en el interior. La imaginación es una de las capacidades que se consideran más propias del ser humano, tal y como defiende Gilbert Durand en toda su obra. El imaginario o campo de imágenes, es organizado por la razón y también por la imaginación, y el pensamiento en su totalidad se encuentra integrado en la función simbólica[5]. Decimos “no lo veo claro”, cuando no comprendemos algo.
Desprestigiada la imaginación, como herramienta de entendimiento y comprensión, el trabajo mental con las imágenes queda relegado a la fantasía, que son las imágenes deambulando sin orden en la mente. Con la imaginación se puede generar el escenario interior donde integrar los contrarios, con la fantasía aumento la brecha entre los contrarios. Todo esto influye de manera decidida en el desequilibrio psico-social de nuestras ciudades modernas, porque sin la imaginación desarrollada, “musculada” por el mito y el símbolo, las contradicciones inevitables de la realidad no pueden comprenderse e integrarse por los conceptos (la razón) y se producen fracturas.
El mito constituye el hilo narrativo que produce el sentimiento de pertenencia, de inclusión dentro de la sociedad, dentro de un proyecto común de vida. Los mitos funcionan con la lógica inclusiva del “y”, gracias a la función simbólica, frente a la lógica exclusiva del “o” debida a la función racional. La primera integra los contrarios, mientras la segunda se asegura de la exclusión de los mismos.
Perdidos los mitos de los orígenes, los fenómenos sociales se ven abocados a la lógica excluyente del “o”, y se producen separaciones a todos los niveles. Se perfilan mejor las diferencias que separan que los puentes que unen, y el sentimiento de desarraigo y confusión se abre camino especialmente entre los más jóvenes, aquellos que debían haber entrado en la sociedad y que han carecido del relato mítico que les facilitaba esa integración social. Excluidos del compromiso social, con un futuro incierto, en una naturaleza cada vez más tóxica y hostil, cada grupo busca su propia realidad mítica, que genera unas reglas de juego particulares, diferentes y enfrentadas con el resto de la sociedad.
Lejos de morir en su exilio, los mitos, los ritos y los símbolos renacen obstinadamente una y otra vez. Pero, con una funcionalidad deficiente, porque no conectan claramente con los arquetipos. De esta manera se producen nuevos mitos, que son falsos relatos porque no se apoyan en arquetipos, sino en ideologías parciales, pero que son tomados como modelo por miles de personas. En este uso del poder de los mitos se basa el éxito de la capacidad de reclutamiento por parte de grupos fanáticos excluyentes.
El ser humano necesita instintivamente utilizar la función simbólica y recrear de nuevo los mitos porque hay realidades interiores a las que no llega desde la razón, y sin las cuales es un ser incompleto. Y por ello no dejamos de crear mitos, en esa búsqueda de sentido y significado.
Pongamos por ejemplo un hecho histórico A, en el que un pequeño grupo de combatientes libra con éxito una batalla frente a un ejército ocupante. En el futuro ese acontecimiento seguramente se mitificará y será utilizado como representación de la liberación de esa nación gracias al sacrificio del pueblo. Este mito podrá servir de narración necesaria para ensamblar un sentimiento de pertenencia a una patria, que tiene unos valores morales elevados. Seguramente la realidad del hecho A es diferente, porque ni estuvo todo el pueblo participando, incluso tal vez eran un grupo de mercenarios o tenían otros intereses particulares diferentes de la defensa del bien común, pero una vez creado el mito, la narración se hace atemporal y reinterpretable.
Si con el correr del tiempo este relato mítico se descompone, se desacredita por el motivo que sea, y no se coloca otro en su lugar, será más difícil para una persona que vive en un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera, con sus pequeñas miserias y grandezas cotidianas, que se sienta parte de una comunidad mucho mayor como es una nación, y el vínculo con ella se establecerá sólo en función de determinados intereses socio-económicos, no de un exaltado sentimiento de pertenencia.
Este ejemplo ilustra lo que ocurre en la actualidad: por un lado la incompletura a la que aboca la desmitificación y por otro cómo de forma innata, se tiende a recrear mitos. A continuación veremos algunos ejemplos de esto último.
El ámbito del poder político y nacional es uno en los que más recreaciones simbólicas y míticas pueden encontrarse. No hay Estado que no haya utilizado la capacidad del mito para generar los sentimientos entre sus ciudadanos, bien de identidad patriótica, bien de temor y respeto en el caso de regímenes dictatoriales. Incluso aquellos estados que surgieron de las ideologías positivas y materialistas del siglo XIX, emplearon profusamente el mito y el símbolo vinculado al poder.
Vamos a encontrar relatos míticos que producen un fuerte sentimiento de identidad nacional en las fechas conmemorativas, que suelen recordar hechos puntuales que inician un proceso de reconstrucción nacional. Veamos dos ejemplos contradictorios. El 14 de julio es la Fiesta Nacional francesa por antonomasia, y conmemora la Toma de la Bastilla, el hecho puntual que inicia la Revolución Francesa. Esta fiesta se instauró desde el primer aniversario, es decir, desde 1790, a propuesta de un personaje carismático, La Fayette, y desde el inicio la Asamblea Nacional la instauró para que fuese la fiesta de la reconciliación y de la unidad de todos los franceses, en un lugar especialmente preparado para tal ocasión, el Campo de Marte. Paul Barba-Negra y Fernand Schwarz[6] y posteriormente Fernand Schwarz[7], han descrito el aspecto simbólico que rodea a la celebración de la Fiesta Nacional francesa, y hay todo un relato mítico de lo que significa, vinculado a los valores morales del país (recordemos el lema vinculado a la Nación: “Libertad, Igualdad, Fraternidad”). Los historiadores coinciden en que el hecho no fue tan relevante política y estratégicamente, entre otras cosas porque los soldados se negaron a disparar contra los amotinados, pero sirvió perfectamente para escenificar el fin del Antiguo Régimen. Y hoy en día, nadie discute el valor del Catorce de Julio en Francia.
Otro ejemplo de fecha conmemorativa nacional es el Día de la Constitución en España, el 6 de diciembre, pero en este caso resulta completamente diferente al francés. Es una fiesta nacional que conmemora el referéndum de 1978 mediante el cual se aprobó la Constitución Española que ponía fin a la Transición después de la dictadura del general Franco. Sin embargo el impacto que tiene esta festividad en la población es escaso, desde el punto de vista de producir sentimientos de identidad nacional. Resulta paradójico, porque esta fiesta representa el mayor período de paz en la historia moderna de España, pero no tiene un impacto especial en el imaginario colectivo español, seguramente porque no está dotada del relato mítico y un contenido simbólico que faciliten la producción de este tipo de sentimientos.
El día nacional de España es el 12 de octubre, que se conmemora el descubrimiento de América por parte de Colón, y que por ello se fue denominando desde principios del siglo XX como Día de la Hispanidad y también Día de la Raza, quedando la denominación oficial desde 1987 como Día de la Fiesta Nacional. La celebración tiene un contenido simbólico más elaborado que en el Día de la Constitución, con un desfile militar y una ofrenda a los Caídos por España, pero cada vez produce más desafección entre la población española porque paulatinamente y por diferentes motivos, se ha ido desmontando y desprestigiando el relato mítico, y vaciando de contenido los elementos simbólicos.
Pero el intento de regenerar mitos se produce en más ámbitos de la realidad social actual. Hay toda una remitologización oculta y restos de ritos degradados. Muchas de nuestras celebraciones familiares son prueba de ello, y constituyen aún hoy, en gran cantidad de hogares, pequeños relatos mitológicos que contribuyen a producir sentimientos de pertenencia a una familia: cuando se celebra el día de Año Nuevo hay toda una narración mítica relacionada con el cambio de ciclo, el rito de tomar las doce uvas en nuestro país (cuyo origen es una idea empresarial de principios del siglo XX para dar salida a una producción de uvas, y que ejemplifica a la perfección cómo algo que nace con una intención muy distinta, puede ser reutilizada por la función simbólica). O la celebración del Día de Reyes Magos, con su propia mitología, o el sencillo rito de apagar las velas de una tarta de cumpleaños. Son ejemplos del poder insospechado de los mitos, con sus símbolos y ritos.
La producción cultural de Occidente, tan rica y variada desde la Segunda Guerra Mundial, también ha servido de canal para ese impulso innato de mitologización y simbolización. Una enorme cantidad de producciones teatrales y cinematográficas, de gran éxito y trayectoria se basan en la estructura de los grandes mitos y en las representaciones arquetípicas que estos realizan. El propio acto de la lectura de obras narrativas, extendido como nunca en la historia moderna, tiene cierta función mitológica y permite escapar de lo cotidiano.
De manera particular, obras como las de J.R.R. Tolkien y todo su universo en torno al “Señor de los Anillos”, o la saga de Harry Potter, de J.K. Rowling, son ejemplos de este incesante resurgir del mito. No quiere decir que sus autores hayan tenido intención de crear estructuras mitológicas, sino que esa capacidad sigue siendo innata en el ser humano, que puede reconocerla y puede recrearla en el ejercicio intenso de imaginación que supone la creación de una obra literaria.
Esta misma realidad encontramos en el cine, con mayor impacto social si cabe que en el caso literario, dada la gran importancia del componente audiovisual de la cultura actual. El mejor ejemplo lo encontramos en la saga de películas de la “Guerra de las Galaxias” (Star Wars) de George Lucas, y en cuya construcción de la trama influyó mucho Joseph Campbell, el gran historiador de los mitos. En toda la serie pueden reconocerse muchos rasgos de los mitos heroicos: la eterna lucha entre el Bien y el Mal, el héroe (Luke Skywalker) que es una persona de vida normal, pero que se ve impulsado a asumir un compromiso en favor de los demás. En este sentido, la Guerra de las Galaxias funciona como un mito, generando un relato simbólico que sirve de modelo y que integra las grandes contradicciones y lo que es más importante, el sendero para resolverlas. Y mucho más: describe el camino de la superación de dificultades, el papel de la amistad, del trabajo en equipo, el valor de las enseñanzas de un maestro, el de la recta acción y la relación entre el individuo y la sociedad, por nombrar sólo algunos de los matices. Pero también describe perfectamente el ámbito del Mal al que se enfrenta el héroe, sus condiciones y sus servidumbres, las sutiles puertas de entrada, así como la fascinación inicial que puede producir.
Por último, otro ámbito de nuestra cultura occidental que ha sido utilizado para proyectar el valor de los arquetipos ha sido el de las marcas comerciales. Margaret Mark y Carol Pearson[8] publicaron un estudio en el que reconocían la realidad del héroe a través de doce arquetipos diferentes, que son utilizados muchas veces por las grandes marcas comerciales.
De esta manera definieron el arquetipo del inocente, el huérfano, el guerrero, el bienhechor, el explorador, el fuera de la ley, el amante, el creador, el gobernante, el mago, el sabio y el bufón, y cómo estos arquetipos pueden reconocerse en muchas marcas, a través de las imágenes de la marca, que se convierten en símbolos, y del relato mítico que acompaña muchas veces a sus fundadores y creadores. Fernand Schwarz[9] expone algunos casos que estudió, y sirva como ejemplo el caso de Apple, cuya influencia escapa del ámbito de la informática.
La compañía de la manzana es todo un icono de un tipo de arquetipo heroico (el “fuera de la ley”) y su logotipo (una manzana mordida) y toda su estrategia de imagen sintonizan con millones de personas que se sienten atraídos por lo que representa de transgresión del orden aceptado, de situarse (aparentemente) al otro lado del poder, de popularizar el acceso a los mejores aparatos informáticos. Incluso la vida de su fundador Steve Jobs se mitificó y su mito refuerza la idea que transmite la compañía, y los sentimientos que despierta. Los clientes de Mac y Ipod no son consumidores normales de informática, sino “convencidos” de una marca, con cierto sentimiento de identidad hacia la marca.
De nuevo la relación entre mito, símbolo y los sentimientos que proporcionan sentido. Lo absurdo de todo esto es que el sentimiento de identidad se construya en torno a algo tan temporal y falible como una marca, las nuevas máscaras de la tribu. Esto no deja de ser un bucle perverso, porque si las marcas proporcionan significado a la vida, entonces se está abocado a un consumismo interminable.
A modo de conclusión, las ciencias del hombre han demostrado la importancia del mito, y la correspondiente función simbólica que permite su interpretación, para poder encontrar sentido y significado a la realidad, y poder integrarse en los sistemas sociales de manera plena. El déficit de ambos ha contribuido a generar sociedades inhumanas, incapaces de ser el Estado que garantice los recursos necesarios (morales, conocimientos, afectivos y materiales) para que los ciudadanos vivan lo mejor posible. Para revertir el proceso hay recuperar el símbolo del árbol: conectar con el origen a través de las raíces, pero al mismo tiempo, proyectado vertical hacia la luz, desarrollar nuevas utopías que puedan frenar la desesperación y decepción, permitiendo la creación del mejor de los frutos: un ser humano pleno.
[1] Fernand Schwarz (2014) Le sacré camouflé. Éditions Cabédita.
[2] Ibid.
[3] R. May (1992) La necesidad del mito. Editorial Paidós Ibérica.
[4] Ibid.
[5] Gilbert Durand (2005) La imaginación simbólica. Amorrortu Editores.
[6] Paul Barba-Negra y Fernand Schwarz (2004). Symbolique de Paris. Ed. Du Huitième Jour.
[7] Fernand Schwarz (2014). Le sacré camouflé. Éditions Cabédita.
[8] Margaret Mark y Carol Pearson (2001). The hero and the outlaw. McGraw Hill
[9] Ibid.