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a)      La Afrodita de oro

b)      El valor de la experiencia

c)      El sentido histórico de la vida

d)     Las obras permanentes

e)      El júbilo de haber vivido filosóficamente

f)       El lazo con las nuevas generaciones

g)      El alfa y el omega: la búsqueda de la Sabiduría

 

a)      La Afrodita de oro

Como nos recuerdan los clásicos del horizonte greco-latino, existe, en el corazón de cada ser humano, una Afrodita de oro que representa en sí misma la eterna juventud. Siendo así, no tiene sentido dejarse confundir por la precariedad temporal de nuestro cuerpo físico dado que si tomamos conciencia de esa juventud interior su fuerza nos brindará la alegría suficiente para superar los avatares del devenir.

En realidad, el tiempo y el espacio son dos ficciones necesarias de la materia, si bien aquellos que saben trascenderla encuentran los resquicios oportunos para observar que el tiempo es la medida de un espacio curvo y, por tanto, si es así el tiempo es infinito dado que ese espacio curvo no tiene principio ni fin y de allí es de donde proviene el engaño de las formas.

Rotamos, en sucesivas vivencias a través del tiempo infinito lo que nos permite percatarnos que en cada experiencia que vivimos estamos gestando un nuevo nacimiento y, por lo tanto, nuestros años acumulados en el hoy son solo un preludio de la necesaria búsqueda de nosotros mismos en cada nueva experiencia. En esta cárcel del tiempo y el espacio confundimos a nuestra psique que olvida que en corazón de cada ser humano se encuentra incrustada una Afrodita de oro, y que si logra despertarla se sentirá siempre joven, a pesar de los surcos añejos de la piel.

Más como nos indica Séneca, al hablarnos de la “brevedad de la vida”, cabría pensar que en juego temporal de las vivencias nos embota y que en la medida en que sepamos descubrir en nuestro corazón la Afrodita de oro el tiempo deja de engañarnos. Ése, nos dicen los eruditos, es el peso y la responsabilidad de los que saben, es la fuerza de los Misterios de la vida.

De tal modo, los años no se convierten en un peso, sino en una peana, en un pedestal, desde el cual, curiosamente, al final de nuestros días podemos otear desde la altura de la vida, el horizonte del futuro.

La edad nos hace más altos psicológicamente, y lejos de hundir nuestra espalda como hacen los ancianos en decrepitud, enderezamos nuestra voluntad y en ella enarbolamos el estandarte de la experiencia.

b)      El valor de la experiencia

El acto de vivir nos brinda la oportunidad de acumular experiencias que son las que nos dan las pautas necesarias para poder evolucionar. La vida tendría, pues, poco sentido sino se presentase ante nosotros a través de los opuestos: del placer y del dolor, de la alegría y las tristezas, ya que ello nos brinda la posibilidad de percatarnos, por la vía de la experiencia, de lo ilusorio que son los contrastes. En ese devenir vamos probando nuestra capacidad de saber y de ser capaces de separar el agua de la leche, lo útil de lo inútil, como el ave Kalahamsa de los textos orientales que reclama el ejercicio de viveka, del discernimiento.

La experiencia se va conformando por los eslabones de nuestra cadena evolutiva y es, ella, la que nos permite atesorar vivencias con el fin de descubrir la trascendencia del Ser que se oculta en la parte más interna de nuestra alma.

La vida nos ofrece innumerables oportunidades de trascender, pero, también, nos distrae en el juego ilusorio de la materia como enredaderas que nos rodean e impiden, en su abrazo vegetal, poder avanzar más allá del bosque de las formas.

La experiencia, cuando se torna consciente, nos da la oportunidad de seleccionar lo que es válido. Ello significa que no resulta oportuno el cúmulo compulsivo de experiencias que, a veces, por falta de memoria repetimos innecesariamente y caemos en errores ya conocidos que deberían haberse superado.

El valor de la experiencia radica, justamente, en poder desechar lo que ya nos resulta conocido con el fin de que cada ejercicio de una nueva experiencia nos permita estar más ligeros de equipaje, pues, las pasadas vivencias cuando han sabido concienciarse dejan caer el lastre de lo “ya sabido” y, en esa levedad, poder ascender hacia nuestro Yo interior.

Cuando la experiencia se acumula, sin más, se arrumba de tal modo que envejece y deteriora. En cambio, cuando la experiencia es un acto selectivo de nuestra inteligencia nos rejuvenece y nos permite, además, escribir las páginas heroicas en nuestro cuaderno de bitácora que servirán a aquellos que viene detrás nuestro preguntando cómo se navega en el proceloso océano de la vida. Ahora la experiencia, como a Ulises nos permitirá llegar a Ítaca, a la isla de la sabiduría.

c)      El sentido Histórico de la vida

Los seres humanos viven y mueren sin saber por qué. Lloran al nacer y lloran al morir y, si eso no fuera suficiente dolor, también lloran mientras viven. Todo ello es el resultado de la Ignorancia, de la Avidya que decía el Buda, pues en su ceguera no han logrado escapar al engaño de la materia perecedera. Si en cambio, como decía antes, se logra hacer del cúmulo de años, de las experiencias vividas, un camino de conocimiento, entonces se puede vislumbrar una cierta felicidad pues se descubre que las formas engañosas ocultan la vida permanente más allá del deterioro de lo sensible.

Aquellos que, como en la Caverna que nos relata Platón en la República, logran vencer las cadenas y salir a la luz se han convertido en filósofos y por tanto en “eternamente jóvenes”. Esa fortaleza, es el resultado de su transfiguración exterior e interior porque no sólo ha logrado la libertad por fuera, sino también por dentro. De captar y conocer las pautas de que los seres humanos no nacen ni mueren y, quizá, incluso, no vivan donde creen vivir ya que la vida que creemos vivenciar es sólo un reflejo engañoso y turbio de la verdadera vida que nuestro Ser vive en planos superiores.

Cada ser humano que se convierte en filósofo, es un bastión de libertad, un núcleo de fuerza inconmensurable y un centro de juventud consciente, pues el Ser no nace ni muere. Cuando por los caminos de la psique vamos ascendiendo hacia la luz como lo hace el filósofo de Platón, descubrimos también nuestra responsabilidad histórica, pues nuestra felicidad espiritual deberá ser trasmitida por la vía del inegoísmo a todos los innumerables seres que se aferran todavía a las sombras atados por el dolor de un mundo pasajero que les engaña y esclaviza.

La función histórica del filósofo es combatir la ignorancia y las sombras ya que es allí cuando encarna su destino histórico, pues pudiendo estar en la luz que le brinda el haber dejado la caverna, vuelve a ella, con espíritu resuelto, a combatir la mentira, sin miedo al sacrificio, pues su conciencia, ahora, está despierta, ni teme tampoco al dolor pues sabe que la materia corporal no es más que una sombra reflejada de nuestra alma inmortal y, su vez, el alma es una consubstanciación del Ser.

Cuando comprendemos el sentido histórico de la vida, somos, entonces, más fuertes, más jóvenes y más felices y sobre todo más libres.           

d)  Las obras permanentes.

Este es un mundo frágil. Todo parece desvanecerse permanentemente bajos nuestros pies y esa sensación nos debilita y envejece. Como nos recuerdan los Evangelios, “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” y es deber de ese filósofo consciente diferenciar los planos en los que actúa. En el mundo, tenemos que luchar con las armas del mundo, pero, eso sí, con la sutil y sólida convicción de que este es un mundo de reflejos y, por tanto, no cayendo en la ensoñación de las formas aparentes. Lo que diferencia al filósofo es que sabe utilizar las armas del mundo, pero su mente responde a las estrellas.

Quiero con esto decir que sabe y conoce los mecanismos de la materia y no por ello se deja engatusar por sus escaramuzas. El secreto es muy sencillo, pero, curiosamente en general, los seres humanos se muestran incapaces de percibirlo, hasta tal punto llega su desconcierto, su inercia material y seguramente su desgaste. El secreto radica en que el filósofo se encuentra en lo superior, en eso que metafóricamente he llamado las estrellas, es decir, los Arquetipos de los que nos habla Platón desde los cuales se pueden transmitir las grandes ideas que se reflejan en lo que llamaríamos las obras en el mundo de las formas aparentes.

No deberá caer, el filósofo, por ello en el engaño de creer que esas nuevas formas que él ayuda a construir son perpetuas. No, los Arquetipos en los que se apoyan esas formas son más permanentes, al menos así los describe Platón, y por tanto, las formas que se nutren en ellos, aunque con vocación de ser duraderas, no serán tampoco imperecederas. La diferencia estriba en que frente a la desintegración permanente del hechizo al que someten al mundo los “amos de la caverna”, los que “nos intentan digitar entre bastidores” por las obras que ellos fabrican y promueven, donde todo se desgrana, donde todo parece “tener fecha de caducidad”, los filósofos, deben hacer el esfuerzo con el fin de legar obras, digamos, más duraderas porque tienen sus raíces en los Arquetipos con el fin de poder brindar a los seres humanos el consuelo de las fuerzas estables que le hacen vislumbrar, aunque más no sea de soslayo, la fuerza serena del Ser.

No en vano, el filósofo Zygmunt Bauman nos habla de que nuestro tiempo es un tiempo líquido, donde nada permanece estable y se degrada permanentemente dejándonos perplejos e indefensos. Debemos, en cambio, buscar ideas sólidas, no sujetas a la fragilidad de las modas y que nos permitan apoyar nuestras acciones dejando obras que valgan a nuestros congéneres dándoles una cierta estabilidad y seguridad en el arte de existir.

En nuestras manos está el hacerlo. En nuestros escritos, en nuestras arengas, en las ideas que plasmamos y en las obras que dejamos.

Nada contraría más a los que nos “digitan desde bastidores” que la fuerza de los seres libres y resueltos. Nuestras obras deberían ser un buen acicate en un mundo desolado que reclama el bien, la bondad y la justicia.

 

e) El júbilo de haber vivido filosóficamente

La gran fortuna de la que gozan los filósofos es el poder corroborar con sus actos la felicidad de haber vivido filosóficamente.

Desde tiempos antiguos el cúmulo de años de años representaba, en particular entre los egipcios, griegos y romanos, el mérito de haber vivido. Esto se representaba cada treinta años, que bautizaban como “tiempo jubilar” y simbolizaba el pasaje temporal como una prueba superada, una especie de “rito de paso”. Así, cada treinta años se pasaba una prueba, un portal de sabiduría.

Es que vivir, no sólo significaba ir superando los años, sino sobre todo haberlos cumplido con la calidad del ejercicio de obrar, es decir, de haber vivido de un modo útil para la sociedad.

El filósofo, el verdadero filósofo, no el teórico, sino el filósofo práctico y cotidiano es aquel que busca la trascendencia. De una trascendencia que no sólo supera el mundo material y se eleva hacia la cúspide del Ser, sino, también, de esa trascendencia de saber que cada acción que realiza se convierte en una obra que tiene vocación de permanencia.

Además, un filósofo cuando realiza su trabajo, como nos lo enseña el Bhagavad Ghita en el marco del Mahabarata, debería hacerlo sin esperanza de fruto personal, o sea, una acción que busca el servicio a la sociedad y no el beneficio individual. De esta manera, el filósofo activo va dejando un reguero de acciones y obras detrás de él y va envejeciendo con utilidad, dignidad y alegría.

Este es el júbilo que genera el vivir filosóficamente, pues la alegría que viene del alma genera una satisfacción equilibrada de carácter jubilar.

Los seres humanos envejecen con dolor y, sobre todo, con temor a la muerte, y, en general, no hay júbilo en ellos. Como, además, la sociedad de nuestro tiempo se moviliza por contagio, el miedo se ha convertido en una sombra que genera desasosiego.

El acto jubilar del filósofo debería ser un ejemplo vivo de que se puede avanzar en la existencia con conciencia y alegría, de la mano de la Afrodita de Oro, que es fuerza y juventud interior.

f) El lazo con las nuevas generaciones

La humanidad es una cadena en la cual cada generación pasa la “antorcha” a la siguiente y de ese modo los mayores trabajan para los jóvenes, y éstos, cuando sean mayores, deberán hacerlo para con la siguiente generación. De lo contrario, cuando la cadena se rompe o se lentifica, la rueda evolutiva se paraliza o se ralentiza.

Los mayores deben servir de ejemplo a las nuevas generaciones, pero en la actualidad como los mayores envejecen con angustia y miedo, poco ejemplo de su perdida dignidad pueden dar.

Las nuevas generaciones, los jóvenes, necesitan de forma pedagógica, y me atrevería a decir casi ritual, el ejemplo de sus mayores. Esta es una responsabilidad tremenda que nos cabe a los mayores y por ello no sólo debemos cuidar nuestra actitud filosófica ante el tiempo que se acumula en nosotros, sino, también, brindar a los jóvenes los ejemplos vitales oportunos para que aprendan a vivir y a envejecer con autoridad y solidez.

No tenemos derecho a detener o lentificar el ritmo de la evolución y, por tanto, debemos saber que nuestro ejemplo no es sólo el hecho aislado de nuestra vida, sino que constituye el pilar sobre el cual se deben apoyar las nuevas generaciones. Somos como un puente sobre las turbulentas aguas de la vida y si sabemos ofrecer nuestras espaldas para que sobre ellas pase la juventud, ellos, cuando les toque hacer lo mismo sabrán cómo hacerlo.

Los filósofos de este siglo deberán aprender sobre la necesidad de fortalecer esa cadena y haciéndolo en un momento histórico en el cual la sociedad se sume en un desconcierto atroz.  Los viejos, hoy, parecen muertos y quizás ya lo estén y los jóvenes parecen viejos decrépitos que deambulan sin saber a dónde van.

Los filósofos deberían brindarles el camino e indicarles el rumbo al horizonte, pero, para eso, necesitamos sentirnos jóvenes y fuertes a pesar de los años.

 

g) El Alfa y el Omega: la búsqueda de la Sabiduría

Como el Uroboros, esa serpiente mítica que se muerde la cola, todo principio es, también, un final y viceversa. Cuando morimos, en realidad, nacemos a lo invisible y cuando nacemos en la tierra, en realidad, estamos muriendo en lo invisible.

Todo anciano es en realidad un joven que va a nacer y todo niño que nace es un alma antigua. El Universo es circular y, por tanto, los extremos son relativos. Todo es Alfa y Omega.

Los filósofos podrían aprovechar la ventaja de “saber”, lo que sin duda imprime una enorme responsabilidad no sólo para con nosotros, sino, sobre todo para con las generaciones venideras.  Aunque, a decir verdad, lo más importante es “conocer por qué sabemos”: sabemos porque hemos sabido aprender de las experiencias vitales logrando encontrar las marcas de la sabiduría y la vía para transitar con eficacia.

De tal modo, porque “sabemos”, nuestra responsabilidad es aún mayor y este proceso vital nos vigoriza y fortalece, siempre que tomemos conciencia de ello, de lo contrario, estaremos dejando pasar esa oportunidad fundamental para nuestra evolución y para el servicio que debemos hacer a la sociedad de nuestro tiempo.

En el marco de esta reflexión, resultan interesantes los argumentos de Hannah Arendt, cuando plantea tres niveles básicos de la acción humana. A saber: la interioridad de cada ser humano, su ámbito doméstico y el ámbito colectivo. Para Arendt, es, en el primero de estos ámbitos, en el que cada ser humano experimenta su propia subjetividad, es decir, que a partir de su yo interior, es desde donde se construyen los otros dos ámbitos de la existencia, ya que cualquier acción compromete al actor en su totalidad. El segundo de los ámbitos, el doméstico, surge cuando la acción humana, desde lo individual, trasciende al entorno inmediato, es decir, a su hábitat doméstico y familiar y a las pequeñas comunidades a las que pertenece; un ámbito que, en cierta medida, está protegido de lo público, donde se escuda del mundo. Finalmente, el tercer ámbito, lo colectivo, lo público, y que ya es donde el individuo participa con el conjunto del interés general. Si bien, nos recuerda la autora, que en las sociedades totalitarias, lo público invade el sector de lo privado y lacera las libertades individuales.

De esta manera, podemos colegir que si bien todos estos ámbitos confluyen y se interrelacionan entre sí, el primero de ellos, el de las concepciones internas, es el más importante, pues su influencia sobre los demás es edificante, siempre que parta de bases justas y sabias. La influencia de lo individual en lo doméstico y, del pequeño entorno, en lo general, determina el hecho de que el desarrollo de los valores fundamentales en los individuos es un punto de partida que no debe despreciarse.

Los años mal llevados nos cargan de resentimientos, de dudas y de incertidumbre. Un filósofo debe saber luchar y superar todo ello, para poder recordar aquella frase que decía: “temblarán nuestros huesos en sus tumbas ante el paso de las nuevas generaciones”.

 

                                              

                                              

 

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