En varias ocasiones me he referido a las consecuencias económicas que el reto secesionista está ocasionando y al temor de que la prolongación de la incertidumbre generada por el mismo acreciente progresivamente el deterioro social y económico aunque, en los últimos días, la calculada y medida intervención del gobierno central haya aliviado la inquietud de ciudadanos y mercados. Pero siendo trascendental y lamentable ese aspecto lo son tan importantes o más, si cabe, por un lado, la consolidación de la fractura, ya inevitable, de la sociedad catalana y, de otro, la resolución final del conflicto.
Creo que la mayoría de españoles coincidimos en que la aplicación del Artículo 155 era absolutamente necesario ante la contumaz rebeldía, estulticia y falta de rigor estratégico de los dirigentes separatistas catalanes, pero nos equivocaríamos tremendamente si consideramos que su activación supone el punto final de este desdichado asunto. La incertidumbre política y social no ha disminuido un ápice y es difícil predecir en qué estado llegaremos al 21 de Diciembre, si la implementación de ese Artículo generará mayores problemas, o, lo que es más importante, que el resultado de las urnas termine por respaldar a la mayoría radical generando otras expectativas de enorme trascendencia. ¿Qué respuesta daríamos a unos resultados de esta naturaleza?.
La prudencia aplicada para desmontar el intrincado y complejo escenario perpetrado por esta caterva de incitadores políticos de medio pelo debe extenderse, a mi juicio, a prevenir esa posibilidad incluyendo un plan concreto que evite vernos sorprendidos nuevamente. Algunos partidos parecen cifrar esa respuesta en la anunciada reforma de la Constitución que, además de otros aspectos trascendentes, incluiría la exploración de vías alternativas conducentes a buscar un encaje de Cataluña en España sin que suponga un nuevo privilegio para esa región. Sin embargo, a mi juicio, esa solución no resulta fácil, no solo por la complejidad que encierra en sí misma sino porque, mucho me temo, que las exigencias derivadas de un respaldo mayoritario serían de otra naturaleza.
Más lejos, incluso, de estas consideraciones y admitiendo que se consiguiera ahora el encaje político y administrativo deseado, ¿no supondría una nueva dilación del problema?. ¿Sería suficiente para demoler el edificio separatista construido durante cuatro décadas por el adoctrinamiento basado en la inmersión lingüística y sus derivaciones?. Lo congruente sería aprovechar la anunciada reforma de la Constitución para privar de las competencias educativas a las comunidades autónomas pero, además de resultar una cuestión inabordable para algunos partidos, no parece, ni siquiera, estar en la voluntad del gobierno si nos atenemos a las manifestaciones de su ministro portavoz, cuando dice que los casos referidos a la imposibilidad de escolarizar a los niños en español y el adoctrinamiento en las aulas no constituyen ningún problema cuando todos sabemos que, en realidad, los centros escolares y la universidad suponen el mayor vivero de independentismo, aspecto que, proyectado a futuro, sería imparable a medio plazo.
En resumen, en mi criterio, no parece tan claro, a pesar del paréntesis abierto ahora, que el panorama recobre visos de normalidad ante tan diversas y complejas expectativas que permanecen abiertas. El respaldo internacional y el miedo al deterioro económico inmediato nos han salvado ahora de que el conflicto se encriptara y desembocara en una verdadera revolución secesionista. ¿Se mantendrían esos apoyos internacionales si los resultados electorales avalaran los postulados separatistas?