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La deriva secesionista  no ha estado huérfana de apoyos de diferentes  estratos de la sociedad  catalana e, incluso, de personajes  foráneos que se han sumado al coro de animadores del “procés”. El  arsenal intelectual  que, posiblemente, ha constituido el pilar más sólido para los instigadores  de este demencial  desatino, ha procedido  de economistas,  generalmente de ascendencia catalana, la mayoría  integrados  en diversas asociaciones  como “El Colectivo Wilson”,  el “Consell para  la Reactivación Económica y el Crecimiento de Cataluña” o “El Consell  Asesor  por la Transición Nacional”.

Estoy seguro que estos colectivos de destacados  economistas trataron de cuadrar su particular rompecabezas de cifras favorables al “procés” para alentar a los gobernantes a seguir con este despropósito  al  respaldar su viabilidad en base a que  sus efectos comportarían una sensible y notable mejoría para las arcas independientes catalanas,  lo que debería traducirse en un aumento manifiesto del bienestar de sus ciudadanos.

La imprudente  contumacia de unos  políticos insensatos,  alentados por los consejos de  economistas  acomodados a sus deseos y  veleidades, se han topado con una realidad muy diferente  surgida  desde las entrañas mismas  de la sociedad catalana,  tras la pantomima de  proclamación de la república catalana.  Más de 500 empresas, entre ellas dos bancos y otras de conocido renombre,  han trasladado sus sedes sociales a otros puntos de la geografía española. Las notarías, despachos de abogados y gestores, desbordados por las consultas de miles de  pymes  en relación con su seguridad jurídica.   Las colas en los bancos para poner a buen recaudo los ahorros han atestado las oficinas de las entidades con sede hasta ahora en Cataluña,  reduciendo el nivel de liquidez de ambas. Y, por otra parte,  la acumulación de  anulaciones turísticas, una de las fuentes más importantes de la economía de Cataluña,  se han sucedido con grave riesgo de afectar a su crecimiento económico.

Cabe preguntarse en este punto cómo los eminentes calculistas no advirtieron las evidentes consecuencias de todo tipo que la realidad nos está mostrando  ahora. Y no son sólo los episodios señalados anteriormente, sino que surgen dudas razonables sobre otros aspectos que fueron solapados pero que, igualmente, constituyen un arsenal de contrariedades  que debieron detectarse  anteriormente y que, en su conjunto, debieron bastar para disuadir a los gobernantes de seguir con esta disparatada aventura.  ¿Cómo obviar  las consecuencias  de una salida automática de la Unión Europea y el  consecuente aislamiento internacional que mermaría la competitividad de Cataluña y la abocaría a perder la red de seguridad  comercial, financiera y política actual?. ¿Cómo olvidar que sus dos entidades  autóctonas  quedarían al margen de las líneas del BCE y  del Fondo de Garantía de Depósitos para sus depositantes? ¿Cómo no advertir que muchos proyectos e inversiones quedarían en suspenso  por  la incertidumbre generada?  ¿Cómo  no tener en cuenta la reacción de las agencias de rating que situarían la deuda catalana en el nivel de bono basura, lo que comportaría la imposibilidad de acudir a los mercados en busca de financiación?.

La conclusión no puede ser más que la convicción de que el modelo y los criterios utilizados para cuadrar  los cálculos efectuados,  no se corresponden con el nivel intelectual que se les supone  a tan notables  y eminentes intelectuales simplemente porque la economía, una vez más,  ha sido sometida a la ideología política  para conseguir los resultados deseados. Un error imperdonable y descalificador.

 

               

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