En una entrada anterior me refería a la problemática que surge al informar de lo oculto –lo que merece la pena informar y apetece ser conocido- por la interacción que generalmente se produce entre el derecho a la información frente al derecho a la intimidad de las personas. En esa línea continúo hoy la reflexión, centrada en la eventual patología que surge o puede surgir, cuando el periodista o medio ejerce su derecho a informar sobre algo que no es, de por sí, de conocimiento general, algo que tiene interés informativo, pero que no está al alcance de cualquiera; la esencia del periodismo.
En el proceso de puesta en el mercado, el público, de este tipo de información hay que partir de tres sujetos: la fuente de información, es decir, el lugar, la persona, los materiales o los documentos de donde se obtiene la información que se va a divulgar; el cauce, el itinerario que debe seguir quien busca, por el que el informador accede a la fuente, que a su vez cubre una doble ruta: de ida, con pesquisa e investigación; y de regreso con los datos y la información y su elaboración, hasta que se hace pública. El tercer sujeto es quien la pone en el mercado, la publicación, que abarca desde el elemento objetivo: el medio de comunicación que sirve la noticia, donde concurren –o pueden hacerlo- otros menos objetivos y más tendenciales y valorativo, que aparecen en la segunda fase del itinerario periodístico, del retorno de la fuente a su divulgación, que lo constituyen los usos y los medios – correctos o no- a que se pretendan destinar o que se pueda hacer de la información obtenida.
A partir de este planteamiento inicial viene la primera afirmación radical: el periodista es un mero intermediario entre la fuente y el medio. El informador no es el origen de la noticia, es el que la busca, el que la encuentra, la elabora, la difunde y, si me apuran, en algunos casos, el que puede manipularla o hacer un uso inadecuado de la información, o permite que el receptor lo haga.
El principal problema en la información de lo secreto –a mi juicio- está en la fuente, el autor, el promotor, el realizador o, en todo caso, el custodio de la información secreta. Éste es el único responsable de garantizar, de determinar en primera instancia, el grado de intimidad o reserva que debe tener la información que elabora o posee o la actuación que realiza y poner los medios, si esa es su intención, para asegurarse su reserva. Vuelvo a una afirmación que ya he dicho más de una vez: el que no quiera que se conozca algo que hace, que no lo haga. Traído al mundo el evento, su autor es el único responsable de las eventuales filtraciones, salvo los supuestos de obtención ilegítima, e incluso en ese supuesto sería por algún tipo de indiscreción; de ahí la afirmación siguiente: lo que no se quiere que se sepa, no se sabe.
Cuando una información secreta se divulga, evidentemente, o hay un deseo de darla a conocer, o una indiscreción o un error en las medidas de protección o, en último extremo, un fallo de la cadena de custodia. Sin alguna de las actuaciones descritas hasta aquí por parte de la fuente de información no es materialmente posible la divulgación de secretos, salvo la utilización de medios ilícitos.
Visto desde el otro lado, el cauce, el informador –profesional o no- puede, e incluso debe, buscar e investigar la información, sondear la fuente, estar a la espera de errores o fallos y, si me apuran, hasta provocar la indiscreción. En puridad es su deber y consecuencia de su apetito informativo consustancial a su oficio.
Sin querer entrar en un análisis jurídico exhaustivo, la Constitución española, en su artículo 20, apartado d, consagra la libertad de información como derecho a “comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”, y añade “la Ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y el secreto profesional en el ejercicio de estas libertades”. Es decir, el informador es titular de un derecho constitucional a comunicar la información veraz y, por ende, naturalmente, a buscarla donde ella se encuentre. De ahí la previsión de regulación no ya constitucional sino legal de la cláusula de conciencia y el secreto.
¿Qué significa esto; qué es la cláusula de conciencia? En pocas palabras, la facultad que tiene el informador de rehusar trabajos que se opongan a su deontología como garantía de su independencia, que está regulada en la Ley Orgánica 2/1997. Evidentemente, de este concepto han corrido ríos de tinta doctrinales; por desgracia, menos de resoluciones judiciales.
El secreto profesional no ha tenido tanta suerte, y nuestros legisladores, en tantos años, más ocupados en sus cosas, no han tenido tiempo de regularlo por Ley como la Constitución les manda. Con o sin regulación legal en materia informativa, el secreto a que se refiere la Constitución en su artículo 20.1.d. permite al informador eximirse de revelar la identidad de sus fuentes y el material de trabajo que constituyen la base de sus publicaciones. Este derecho, evidentemente, es distinto al regulado en el artículo 24.2. a propósito del derecho de defensa (derecho a no declarar contra sí mismo, a no confesarse culpable o de las personas que no están obligadas a declarar sobre hechos presuntamente delictivos).
Con este bagaje, el informador que recorre el cauce de forma ascendente en la búsqueda de la información y regresa, cuando tiene éxito, elaborando la información obtenida, sí tiene claramente dos obligaciones. Una, de legalidad constitucional: ha de ser veraz, el deber de veracidad que cuando informa es indeclinable, lo que no ocurre cuando opina; existen otros deberes del informador que no son de naturaleza siquiera legal sino que le vienen impuestos por normas deontológicas, con la problemática inherente a este tipo de autorregulaciones y la dificultad de su exigencia. Aunque existan distintos códigos deontológicos en la profesión periodística, ni yo soy periodista ni me voy a referir a ellos; cito como pionero El Credo de Benjamin Harris, en Boston (1690), en él se encuentran ya los conceptos de verdad, objetividad y exactitud como cualidades esenciales de la noticia informativa. Se condenan los falsos rumores y se proclama el derecho a rectificar los eventuales errores. Así hasta los más modernos de nuestros días.
En lo que aquí concierne a mi reflexión, como interesado no profesional de la prensa, el bagaje ético de un informador debe permitirle perseguir la objetividad, aunque no siempre es accesible, contrastar los datos con otras fuentes o enfrentar –cuando existen- distintas versiones de un mismo hecho, a los que me permito añadir como importante el deber de diferenciar con claridad entre información y opinión, el respeto a la presunción de inocencia y el deber de rectificación de las informaciones en que se haya podido incurrir en error.
Salgo ya del galimatías en campo ajeno en el que me había sumergido -lo hice deliberadamente- y vuelvo al origen. El mundo de los secretos es muy amplio, tan amplio como asediado por el interés de los demás por conocerlos. Hasta el punto de haber llegado a ser en el mundo civilizado un derecho constitucional la búsqueda de esa información no pública y su general conocimiento.
Evidentemente no se puede hablar de secreto y, por tanto, no hay interés ni en los fenómenos de la naturaleza que ocurren inexorablemente, ni en los hechos públicos, de general conocimiento, ni en los acontecimientos acaecidos ante una generalidad de personas.
Todo lo demás tiene interés; ¿quieren decirme si no tiene morbo saber con antelación la alineación de un equipo de fútbol (que se va a saber más tarde), la vida privada de los famosos (que la tienen en almoneda), la trastienda de las discusiones políticas y los pasteleos parlamentarios (que tarde o temprano saldrán a la luz) o las innovaciones de un modelo de automóvil (que se presentará en el futuro)?
Pongan los ejemplos que quieran; frente a la información siempre habrá secretos que desvelar, informadores que los buscarán y fuentes que, por cualquier motivo más o menos confesable, por error o por negligencia, o por interés, harán correr el agua de la filtración que siempre mana y –por otra parte- es el Maná de quien la busca y lícitamente la difunde.